—Una, dos, tres… —las campanas de la iglesia siempre regresaban.
—Una, dos, tres, cuatro… —era demasiado tarde, seguro que aquel detective no llegaría a tiempo.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco… —las contaba en voz alta. Era el único momento donde podía hablar con alguien.
Cuatro meses llevaba encerrada en aquella celda. Acompañada exclusivamente del moho sobre la piedra, del olor a orines de los calabozos y de un pequeño ratón al que, a veces, le daba algo de pan. No mucho, la comida escaseaba también para ella.
La habían acusado de matar al Conde. Hombre poderoso donde los hubiese… pero ella no había sido. Así se lo había jurado a aquel joven policía, que se había enamorado de sus ojos color esmeralda y sus labios rojos frambuesa. Por él sabía que el muerto estaba implicado en una intriga palaciega; por él sabía que habían intentado llevar a cabo un magnicidio; y también por él, había sabido que nadie quería que todo ello saliese a la luz.
Nunca le habían gustado las caricias del Conde. No eran manos férreas y poderosas, sino suaves y gelatinosas. Sin el interés suficiente por el cuerpo femenino. A veces se preguntaba porque siempre que venía al burdel preguntaba por ella y no por alguno de aquellos hermosos jovencitos que tenían cara de querubín.
Ella sabía que era famosa en sus círculos. Hasta en alguna ocasión había cubierto necesidades palaciegas. Y aunque seguía siendo joven y hermosa, por alguna razón que no entendía, no la habían vuelto a llamar.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… —el miedo comenzó a subir por su delicado cuello haciendo que le costase respirar. Quedaba solo dos campanadas y después… …
Miró a través de los barrotes el hermoso cielo oscuro que ya comenzaba a clarear en el horizonte; tras aquellas montañas que dibujaban extrañas formas, como gigantes que la amenazaban.
Sonrió.
Era una premonición. Tal vez no fuesen de tierra y piedras, sino de poder. Porque ella sabía que se había convertido en la víctima de una intriga que otros habían organizado.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… —en breve abrirían la puerta. Ayer por la tarde había escuchado como montaban el cadalso. Los golpes sobre la madera los había sentido como si fuesen sobre su cuerpo.
Se sentó sobre el catre para esperar. Se había arreglado su melena. Le habían permitido quedarse con su cepillo. Un alto moño recogía ahora su espléndida melena rojiza.
Escuchó los pasos, el abrir de la puerta. Sintió la mano que sin mucha violencia le obligaba a levantarse. Los siguió hasta el patio. Con cada peldaño un cuchillo imaginario se clavaba en su corazón. Intentó no gritar cuando la áspera cuerda rodeó su cuello.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… —sus pies perdieron el suelo y un golpe de cuerda tronzó su cuello.
El joven detective llorando observaba como su cuerpo continuaba balanceándose.
«Órdenes de palacio», le habían puesto como escusa cuando le obligaron a dejar el caso.