Aquel detective parecía muy atípico para las referencias sobre el gremio en el imaginario colectivo. No parecía tener querencia por la botella y las noches vampíricas como el Jimy McNulty de «The Wire». Ni parecía leer a los clásicos, en sus noches insomnes, como Morgan Freeman en «Seven». Tampoco daba la sensación que filosofara sobre lo divino y terrenal como aquel Rust Cohle de «True Detective». Definitivamente, no era de esos que lucen gabardina gris con el periódico bajo el brazo. O de los que alargan las horas en la barra del bar a base de pintas porque afirman nadie les espera en casa. Su sobriedad y ausencia de carisma camuflaban si estaba dando palos de ciego o tenía verdaderas pesquisas sobre las que indagar.
Un detective anticlimático, como el agente Cooper de «Twin Peaks». Con cierto aire de superioridad moral, como el detective que encarnaba Guy Pearce en «L.A Confidencial».
La noche atraía a los lobos cuando sonó su radio: «Varón blanco de entre 35 y 40 años muerto por arma blanca punzante en arteria carótida».
Tras el testimonio siempre determinante de los vecinos, sobre los protocolos de educación básica de la víctima en el rellano de la escalera, descubrió en la escena del crimen un pendiente femenino de un relámpago de Bowie. Una joya de coleccionista que sabía en qué tienda había sido adquirida.
El indicio, varias pesquisas mediante, desembocó en una mujer con quien habían visto a la víctima, según se rumoreaba en los billares de los sitios que nunca duermen. Siempre ponía Starman en la Jukebox, afirmaba un parroquiano del último garito que cerraba en la ciudad.
No buscaba una mujer fatal, una suerte de Linda Fiorentino en «La última Seducción». Buscaba una mujer que, tiempo atrás, había denunciado agresión sexual a la víctima. Por ello, todo apuntaba a que el móvil del crimen era una planificada vendetta.
Aquel detective, con pinta de burócrata, pensaba que la justicia poética se podría aplicar como atenuante. Sus ojeras delataban el cansancio vital de ver tantos villanos que se iban de rositas. Demasiados vacíos legales e impunidad para seres abominables sin ningún rastro de empatía. Por una vez, él no se rasgaría las vestiduras por un quítame de ahí un mierdas menos en el mundo, aunque hubiera preferido que el arma homicida fuera: ahogado con su propio vómito en vez de la ley del ojo por ojo y diente por diente. Su académica y ortodoxa manera de luchar contra el crimen podría esperar.
Le había dicho a la sospechosa aquello de -manténgase localizable, señora-. Aquella carta la usó para invitarla a cenar en LaMucca, de una manera informal, devolverle su pendiente de Bowie y entablar nuevos lazos para quién sabe si el principio de una bonita amistad.