El asfalto mojado olía a miedo, al mío para ser más exactos.
Tras tres semanas de recorrer barrios marginales y antros en los que las bebidas que servían no eran mucho mejores que los productos de limpieza que no utilizaban, había conseguido cerrar el cerco alrededor del ladrón que tenía atemorizadas a las ancianas del barrio. Sus robos a tirones de gargantillas, pulseras y bolsos, habían llenado más las salas de urgencias de los hospitales que el último brote de gripe de ese invierno.
La idea de esperarle parapetado tras la esquina de la calle en que vivía para sorprenderle y detenerle me había parecido buena. A él también debió de parecerle buena la oportunidad de atacar por la espalda a ese molesto policía que había estado preguntando por él.
Así que, mientras mi cara atestiguaba lo abandonado que tenía el ayuntamiento esa zona de la ciudad, al menos en cuanto a la reparación de las irregularidades y baches de las calles, el cañón de una pistola se clavaba en mi nuca.
— Creo que tu suerte se ha acabado poli.
— ¡Madre mía! Si vas a soltar más tópicos de película de serie B como ese prefiero que dispares ya.
— Aquí lo único tópico es tu intención de simular que no tienes miedo, cuando los dos sabemos que no es así. Además, sé que trabajas solo, así que ni siquiera para ganar tiempo en espera de refuerzos te va a servir el fingir.
Sentí un latigazo de frío recorriendo mi columna. Tal vez fuera producto del acero de la pistola sobre la piel de mi cuello. Tal vez fuera por la humedad del suelo. Tal vez porque lo que acababa de decir ese desgraciado era tan real como desesperada mi situación.
Disparó. Mis sesos se desparramaron formando un cuadro abstracto de título «Vida desperdiciada». Le detuvieron. Le pusieron en libertad a las pocas horas por no existir testigos de lo ocurrido ni haberse encontrado el arma homicida.
Unos días más tarde, mientras escapaba de otro escenario del crimen, dejando atrás a una pobre mujer de 82 años, tirada en el suelo, doliéndose y acariciando el lugar que antes ocupaba la cadena de oro que le habían regalado sus hijos por su último cumpleaños, le atropelló un autocar. Iba cargado de jubilados que se dirigían a Benidorm en un viaje del Imserso.
¿Justicia poética? Es posible. Quizás esa sea la única justicia en la que se puede confiar.