La apuesta
Cristina Stampa Sebastián de Erice | Sira

Me dirigí a la comisaría. Estaba ubicada en una calle estrecha y mal iluminada. Empujé la puerta de cristal y entré. Dos policías levantaron la vista hacia mí. Dentro había varias personas esperando a ser atendidas. Miré a mi alrededor, incómoda. ¿Tendría que pedir la vez, como en la charcutería? Uno de los policías, el más joven, se percató de mi inseguridad y me preguntó en voz alta:
– ¿Qué quiere, señorita?
Me acerqué a su mesa, y susurré:
– Confesar un crimen.
Arqueó las cejas:
– ¿Perdón?
Me sabía los hechos de memoria, Ramón me los había repetido al menos doce veces, para que resultaran creíbles:
– Verá, anoche, cuando estaba llegando a casa después de cenar con unas amigas, noté que alguien me seguía. Aceleré la marcha, asustada, y noté que los pasos detrás de mí se aproximaban, cada vez a mayor velocidad. Me di la vuelta, dispuesta a encarar a mi posible agresor. Era un hombre de unos sesenta años. Estaba borracho. Comenzó a forcejear, tratando, ya sabe usted, de abusar de mí. Me insultaba mientras me iba acorralando cada vez más contra la pared. Le di una patada y logré escapar, pero en seguida me volvió a alcanzar. No obstante, me había dado tiempo durante mi breve fuga a alcanzar la navaja que siempre llevo en el bolso. Como usted comprenderá, una chica no puede ir sola por la noche sin algo con lo que poder defenderse. Es una ciudad muy peligrosa. De modo que, sin pensármelo dos veces, le atesté siete navajazos.
– ¿Siete?
– Sí, verá usted, no podía arriesgarme a que me hiciera daño. Ese hombre era muy bestia, y ya le digo que estaba muy borracho. Yo actúe en legítima defensa, no pude hacer otra cosa.
El policía me miraba, incrédulo. Tendría que esforzarme más, no podía perder la apuesta. Ramón me había prometido que, si acudía a una comisaría a confesar un crimen ficticio, conseguía que me creyeran y que me encerraran una noche en el calabozo, me daría 5.000 euros. Ramón tiene a veces esas ideas tan estrafalarias, pero siendo hijo único y huérfano de padres millonarios, imagino que es normal. Lo cierto es que yo nunca he sido muy buena actriz, pero necesitaba el dinero. Proseguí:
– Tres puñaladas en el estómago y otras cuatro en el pecho. Murió en el acto. Le arrastré hacia un callejón y ahí le dejé. Pero ahora me arrepiento mucho. Deténgame, por favor. Solo así aliviaré mi culpa.
Me hizo pasar a una sala. Me ofreció una tila y me sonrío.
– Mandaremos a una patrulla a comprobar si sigue ahí el cadáver. Usted no se mueva de aquí.
Adiós a mi dinero. En cuanto comprobasen que no había cadáver, me dejarían marchar. Ni una hora habría logrado permanecer en la comisaría. O eso pensaba entonces. Han pasado cinco años desde aquel día. Salí de la comisaría, sí, pero para entrar en prisión. De Ramón, ni rastro.