Su corazón parecía haber huido al espacio existente entre el cerebro y el nudo de su garganta. Cada latido era una sacudida que provocaba temblores en el lugar donde habitaban todas las buenas ideas que necesitaba en aquel momento. No podía sostenerlas. Avistaba el nacimiento de una nueva vía de escape, una coartada, un motivo, pero todas acaban vertiéndose garganta abajo, perdiéndose en los murmullos de aquella fosa común de arrepentimientos que tenía por estómago. Notaba la sangre aún caliente recorriendo sus dedos. Luchó por soltar el cuchillo, pero este seguía abrazado de una manera imposible a la palma de su mano. Había dejado el cuerpo en la habitación contigua. Todavía podía escuchar la súplica que había provocado su respiración al desaparecer. Podía sentir el peso de aquel cuerpo sin vida cuyo alma se había aferrado al suelo, convirtiendo el arrastrarlo en una tarea imposible. Lo había intentado, durante uno o infinitos minutos dependiendo de sobre quien pasase el tiempo. El cadáver lo vivió como una eternidad, una eternidad de nada, de quietud infinita. El asesino lo vivió como una secuencia de minutos que se atropellaban los unos a los otros, permitiendo que varios se consumieran en cada sacudida, en cada intento por arrastrar aquel envoltorio inerte. Por último, para el esperanzado detective todo sucedió en escasos segundos. Su cuerpo parecía flotar escaleras arriba, visualizando únicamente la imagen de su cuerpo aún con vida. En las primeras plantas se imaginaba al asesino de pie, a escasos centímetros del cuello de su víctima en el que apoyaba el filo de un cuchillo. En escalones posteriores se imaginó una pistola apuntando al espacio entre dos ojos cerrados por el pánico. En otros tramos de aquella infinita escalera veía como unas manos fuertes ansiaban tocarse ignorando las vías respiratorias que se interponían en el espacio que las separaba. Cuando llegó al último tramo de escalones, dejó de visualizar posibles futuros y sus ojos se encargaron de proyectar un presente aún más aterrador de lo que podía haber imaginado. Cuando llegó a la décima planta del edificio, pudo ver al asesino apoyado en la pared del pasillo, con el cuchillo aún entretejido en los dedos de la mano, pudo ver las gotas de sangre recorriendo el aire hasta impactar en la moqueta negra sobre la que se apoyaban aquellas piernas temblorosas. El detective no dejó de moverse, su mano derecha buscó a tientas la trayectoria que unía el cañón de su pistola con la cabeza del presunto asesino. Cuando cruzó la puerta en la que descansaba el cadáver no le hizo falta mirar, pudo sentir como aquel rastro de muerte presionaba su dedo índice contra el gatillo. Acto seguido solo quedó un silencio triste, una bala incrustada a tres centímetros del asesino y un caso resuelto.