La asfixia
Agustina Barbosa | A.B. Barbosa

Helaba.
Metí las manos en los bolsillos sólo para dar con el frío de los últimos dos metálicos que me quedaban; se me estremeció la tripa. Doblé por plaza del Carmen y fue ahí cuando vi al primero de todos: un tipo seboso con el bigote despeinado que había salido a fumar y ahora apuraba el cigarrillo, uno que colgó en el balconcito de su mandíbula cuando me vio pasar. Sin llegar a atemorizarme ese primer encuentro me predispuso.
En Montera traté de sacudirme la paranoia que según el doctor Mansilla adopté cuando desapareció Marina. Marina: el pompón de un gorrito rosa en un escaparate me la recordó tan repentina y abrazadoramente como el vapor del guiso que se destapa sobre la cara.
Fue sobre el cruce de Sevilla donde vi al otro, y en el arrebato de mi palpitar forcé una coincidencia cósmica que me tranquilizara. Se había detenido antes de cruzar y al pasarle de largo noté que me buscaba con el cogote ¿Por qué no pueden dejarme en paz?
Apuré el paso en Echegaray y cuando el hombre del mastín me siguió unos metros me desvié por Infante, aunque la calle se cerrara más. Me recosté sobre un paredón a ensayar las inhalaciones que el doctor me había enseñado las noches posteriores a la desaparición de Marina, el preámbulo de mi insomnio. Se esmerilaron mis ojos con su recuerdo y en la convulsión de mis labios compartí su desesperación en el momento final. Marina: la chica que había querido reinsertarme en la compañía humana ¿Dónde se agota el cariño de un corazón bondadoso?
Fue ya en Huertas donde me topé con el más obvio de todos. Con la camiseta negra ajustada y la barba alineándole el mentón, le cerraba los bíceps a la puerta de un club desde donde me caribeñeó una plegaria nocturna.
-¿Perdón? – ¿había dicho “en el desdén del ser amado”?
-Que si unas copas, señorita.
Le devolví un “no” tembloroso sobre la punta de una nausea y a mitad de cuadra volteé a comprobar cómo el Caronte se separaba de su vaporosa capillita musical para avistarme un poco más. Trastabillé sobre la cerradura y entré casi llorando a mi edificio, donde el oficial Gutiérrez me esperaba con su sonrisa acostumbrada.
-Que me congelo!
-No sabía que me esperaba, ¿novedades?
-Sí, pero le acepto ese café- la ingenuidad del oficial Gutiérrez aplacaba mi angustia.
Le acerqué el café al estante donde miraba el “siempre juntas” de un portarretratos que Marina había colado, contra mi voluntad de que todo tenga su lugar.
-Te quería mucho.
-Demasiado…
Me miró olvidándose la sonrisa reglamentaria.
-Lo he resuelto- dijo dejando el café en mi repisa. El pobre oficial Gutiérrez, tan lejos de Huertas 43.
-Eso dijo la últim…
Le vi meter la mano en el bolsillo para dar con el frío metálico de unas esposas: se me estremeció la tripa.
– ¿Cómo?
-Una de tus pestañas en el pompón del gorrito rosa.
-…
-¿Por qué?
-Me quería demasiado.