Armando Cáceres fue un experimentado orfebre que durante medio siglo se dedicó a grabar en metal todo tipo de declaraciones amorosas, poco o nada originales. Su dilatada experiencia y olfato lo ayudaron muchas veces a discernir si la pieza estaba destinada a un cónyuge o a un amante, y sobre todo, a olvidar con discreción. A su entender, cualquiera de sus encargos contenía tanto riesgo como el amor en sí mismo, pero irremediablemente, el pedido de aquella tarde lo creyó mucho más aciago, terrible, seguramente mortal.
La frase rezaba en mayúsculas: DIRECTAMENTE AL CORAZÓN. No difería de otros trabajos; la diferencia era el soporte: una bala.
Desde que el individuo y la sospechosa cicatriz que le araba el rostro abandonaron el local, Armando llamó a la policía. En dos horas acudió el subinspector Castillo, un hombre rudo de helenos rasgos que exigió, por favor, cualquier información de lo sucedido. El joyero hizo su descripción del sujeto, de las circunstancias, mostró el proyectil e incluso sacó de un cajón un albarán con un nombre probablemente falso. El subinspector elevó las cejas, copió ese nombre, se interesó por cada detalle y al cabo de diez minutos acabó en el tópico de lo llamaremos en cuanto sepamos algo. Fue el dueño de la joyería quien rogó un teléfono por si descubría algo más. Permita que los profesionales hagamos nuestro trabajo, obtuvo como primera respuesta. No obstante insistió, y el subinspector le confió su número antes de abandonar el establecimiento.
Dos días después el cliente regresó a recoger la bala. Armando Cáceres intentó un sutil interrogatorio que el otro declinó con silencios, ojos firmes, quizás de desconcierto, puede que intimidatorios. Una vez quedó solo, inmediatamente telefoneó a comisaría.
En esta ocasión el subinspector pospuso su aparición hasta el día siguiente. El orfebre esperaba nervioso y en cuanto lo vio se alargó en datos para la pesquisa. Castillo, sin interrupción, lo escuchó como a un oráculo. Una emperifollada mujer entró al local y dirigió sus pasos y los glaucos ojos a una pulsera de esmeraldas. El informante contuvo sus confidencias. Mientras las piedras hipnotizaban a la dama, el subinspector sacó del bolsillo de la chaqueta un anillo de oro. Quisiera grabarlo con la fecha de mi boda, dijo. Es para mi esposa. A Cáceres le sorprendió aquel giro, pero no desechó el servicio; a la espera de recuperar intimidad, dio registro al anillo. De seguido, el subinspector extrajo de otro bolsillo algo que mantuvo oculto en el puño expuesto al joyero. Aquí quiero grabar otra frase: Yo también te amo; en mayúsculas, por favor. Y haciendo florecer la mano, la mostró. En silencio, Armando Cáceres delicadamente tomó entre dos dedos la pieza para guardarla; apuntó el encargo en otro albarán; rompió aquel del caso que les había reunido allí, y olvidadizo, sin recordar nada al momento, dio las gracias y marchó hacia la mujer a vender la pulsera de esmeraldas.