‘- ¿Me puede ayudar, por favor?
Estaba leyendo un libro titulado “Edificios rehabilitados después de la guerra”. El Cine de la Ópera o el Edificio Telefónica habían sido algunos ejemplos de los lugares más dañados, pero él buscaba otra cosa. Me contó que era historiador, que representaba a los herederos de Don Justo Muñate, el benefactor que hacía 50 años había legado toda su colección de libros sobre arquitectura (junto con un montón de dinero) a la biblioteca. La bonita y algo ñoña historia de amor entre un arquitecto millonario y una joven bibliotecaria que justificaba el nombre y la existencia de la “Biblioteca Justo Muñate” donde yo trabajaba pero que, por desgracia, en unos meses tenían previsto derribarla para construir un bloque de pisos.
Aquel hombre buscaba un edificio concreto, uno que había sido masacrado en su interior y que el propio Justo había vuelto a construir encima. El único dato que disponía es que uno de los muros primitivos todavía en pie, conservaba cicatrices de metralla. ¿Qué interés tendrían los herederos en ese edificio? Su semblante indicaba que debía tratarse de algo serio. Le aconsejé que se fuera al Archivo General de Regiones Devastadas creado durante el franquismo ya que la biblioteca no contaba con documentos privados de don Justo, solo su legado literario.
A las ocho cerré la biblioteca, que ya estaba medio vacía, pero yo no salí. Bajé al sótano donde descansaban muchos libros que, por su mal estado de conservación, no podían ponerse a la vista. Sabía muy bien lo que buscaba. Allí estaba, el cuaderno de Muñate con todas las edificaciones suyas entre los años 40 y 70, escrito a mano con su letra picuda. Confirmé mis sospechas. Sabía perfectamente cuál era el edificio que buscaba el hombre. Llevaba viendo esas marcas de metralla en sus paredes desde que entré a trabajar en la biblioteca. Y antes incluso, cuando de pequeña aprendí a leer y a disfrutar de la lectura, bajo la atenta y silenciosa mirada de mi madre, la bibliotecaria.
Entonces, escuché pasos en la sala de arriba. Estaba segura de haber cerrado la puerta. Oí una voz que identifiqué con la del historiador. Hablaba por teléfono.
– Ese documento secreto tiene que estar aquí. Este es el edificio.
Agarré el cuaderno. Así que buscaba eso.
– No, nadie me ha visto entrar. Lo cojo y salgo.
Lo que el historiador entrometido no sabía eran dos cosas: la primera, que yo tenía el cuaderno. Y la segunda: que me conocía la biblioteca como la palma de mi mano. Y aquel sótano había sido mi cuarto de juegos durante años.
Le pillé desprevenido. Supongo que morir sepultado bajo cientos de libros es una forma muy instruida de morir para un historiador, aunque fuera un falso historiador que buscase lo que Justo Muñate ocultaba en aquel sótano: el certificado de nacimiento de su hija primogénita y heredera de la fortuna Muñate, La hija de una joven bibliotecaria, que podrá conservar su legado cincuenta años más.