LA BOTELLA
EDUARDO HERNANPÉREZ HIDALGO | Edu

A veces, la suerte te juega malas pasadas. Un día te toca la lotería y al otro se te acusa y encierra por un asesinato que no has cometido.

A la suerte, esa diosa caprichosa, le gusta, desde luego, jugar con nosotros. ¿Por qué si no había sido acusada por el detective ese que nunca hierra? Justo tenía que ser yo la excepción a la regla, ¿verdad, Shermoch Holles, o como diantres sea? El caso fue sencillo, incluso demasiado sencillo, según sus propias palabras. Pues no, ¡la navaja de Ockham no impera hoy aquí!

Os voy a contar cómo fue, al menos para que quede por escrito que ese detectivucho se equivoca.

Yo estaba en el acantilado en cuestión cuando todo sucedió. Llegó el coche, sin duda robado y comprado a posteriori para evitar trazabilidad. Yo habría hecho lo mismo.

Al tener esos riscos tan mala fama, me escondí rápido debajo de mi coche. La pareja salió del suyo y brindó. Chin, chin.

Luego, un golpe sordo. Ella dijo: “hasta que la muerte nos separe, mon amour”, y se rio. Pero cuando se dio la vuelta, pisó la botella de champán que yo había dejado allí momentos antes.

La muy tonta siguió a su esposo, y aunque ella no se estrelló con las rocas, se partió el cuello. Su grito alertó a una patrulla, ¿y a que no os imagináis dónde cayó su botella cuando la lanzó por los aires al resbalar? ¡En mi descapotable!

¡Yo no maté a su marido! De haber sido así, habría hecho como con el mío: habría apuntado al empujar para que cayera al agua. Es de sentido común, ¿no?

Esa botella no era mía, ¡imposible! Yo nunca me habría permitido comprarla. Por eso digo que se equivoca.

Luego dice que no se le escapa ni una.

O acaso… ¡¡¡Qué cabrón!!!