LA BREVE FELICIDAD
Isabel Flores Romero | Viento de Levante.

LA BREVE FELICIDAD

Volvía de la fábrica en bicicleta, cada día atravesaba la calle principal anhelando verla. Un día de domingo se la encontró con su doncella y ya nunca se le fue de la cabeza.

Manuel era huérfano, vivía con su perro a las afueras del pueblo. Ese no era el camino que debía coger, pero en esa desviación, hasta ese día, encontraba la breve felicidad. Se apostó largo rato sobre un árbol esperando verla salir, la noche se le echaba encima y solo atinó ver una sombra moverse entre los setos. Acechó detrás del murete, miró alrededor por si alguien le estuviera observando no fueran a pensar que era un vulgar ladrón.

Algo le hacía quedarse, escuchó un grito, miró hacía arriba, un bulto se movía en el balcón intentando zafarse de alguien que permanecía escondido detrás de las cortinas. Otro grito y vio como un cuerpo caía al vacío.

Sin pensarlo dos veces saltó la verja y se vio junto a ella, la reconoció enseguida a pesar de la cara destrozada y cubierta de sangre. Pidió socorro, pero solo le respondieron unos pasos. Sin tiempo para incorporarse sintió como caían sobre él dejándolo sin sentido. Cuando recobró el conocimiento estaba malherido en el calabozo. Lo acusaban de asesinato y robo.

«Estaba en la escena del crimen, en sus bolsillos las joyas de la joven, esta le sorprendió y el criminal, sin escrúpulo alguno, la tiró por el balcón. Caso cerrado», concluyó el juez. La vida te condena cuando eres pobre, el abogado de oficio era un menesteroso hombre comprado por la familia que deseaba cerrar el caso cuanto antes. Tenían al culpable y pagaría con la horca el horrible crimen contra su hija.

Luisa se negaba a casarse con un potentado hombre de negocios veinte años mayor que ella, pero que les salvaría de la ruina económica a la que les había llevado su señor padre. Ella tenía otros planes para su vida, había conocido en un baile a un joven encantador, pero sin posibles, aspecto este por el que sus padres no iban a concederle ninguna oportunidad a la pareja. Entonces, quién podría desear su muerte. La policía no iba a investigar ; el culpable ya estaba entre rejas.

El muchacho lloraba y gritaba su inocencia » ¿Quién te va a creer a ti?», un tipo fornido de brazos enormes se le vino encima, creyó volver al jardín. El hombre que parecía dormido en un rincón de la celda había resucitado de entre los muertos y lo arrinconaba contra la pared, ese olor que despedía era igual que…» eres tú canalla, eres…»
Y tapándole la boca le fue ahogando hasta que dejó de respirar. El muchacho de la bicicleta cayó desplomado como un muñeco, el hombre sacó un fajo de billetes que le entregó al carcelero cuando le abrió la puerta de la celda y desapareció.

Lejos de allí un perro esperaba a su dueño.