La cafetería de Juan
Francisco Miguel Rodríguez Segovia | Frániquem Míller

Escena quinta
La cafetería de Juan

Echarse a las calles preguntando a lo loco por Frániquem Míller no era precisamente una buena idea, mucho menos enseñando una foto suya. Se suponía que la foto de la contraportada del último libro que había escrito y que Ella dejó sobre mi mesa era la más reciente, pero Frániquem Miller, pseudónimo con el que firmaba sus obras, era el escritor más famoso y conocido del país. La gente se daría cuenta de que la foto era nueva y, en consecuencia, de que debía de pertenecer a un nuevo libro que aún no había salido a la luz. Eso era algo muy peligroso. Además, a cualquiera le sonaría su cara. Todos creerían haberlo visto aquí o allá. La mente siempre nos juega malas pasadas cuando queremos obligarla a encontrar lo que en el fondo deseamos. Y algo que tampoco podía descartar: ¿era realmente una fotografía de Frániquem Míller? Lo dudo.
― Buenas noches, Juan ―digo cuando entro en la cafetería en la que suelo tomar algo para mantenerme despierto en las interminables noches de patrulla.
No me siento en la barra. Me dirijo al fondo para buscar una mesa que me permita tomarme la distancia suficiente como para ser visto sin ser espiado.
― Buenas noches ―responde Juan limpiando el mostrador no se sabe muy bien de qué. Se acerca molesto. No hay ni un alma y tiene que atravesar la cafetería porque a mí se me ha ocurrido sentarme en el lugar más alejado de la barra―. ¿Lo de siempre?
― No ―contesto quitándome el sombrero y dejándolo sobre la mesa―. Ponme un café solo con sacarina.
― ¿Te encuentras bien? ―me pregunta preocupado por el sudor de mi frente. Por más que me limpio, no para de brotar ―. No tienes buena cara.
Me miro en el servilletero plateado. Parecía un yonqui. Necesitaba mi dosis de lectura, solo era eso. Y todo volvería a la normalidad. Pero Juan no es estúpido, como todo buen fan, sabe cuáles son los efectos que produce leer a Frániquem Míller.
Se retira receloso y vuelve al minuto con el café.
― ¿Está bien? ―me pregunta con falso interés.
― Bueno…, tiene su cosa ―respondo abiertamente desganado.
Juan vuelve a su rutina. Cuando lo veo sacándole brillo a la barra, decido coger el libro. Lo abro por la página que había dejado marcada con un doblez en una de sus esquinas y salto al vacío.
A cinco páginas del final, el personaje protagonista y el narrador desaparecen de repente. Testigos mudos eran los guiones que deberían dar paso a sus palabras. Sin ellas, el final es un galimatías del que nada podía inferirse. Todo lo leído se diluía en la memoria. Estoy abrumado. ¿He leído el libro? Sí. ¿Sé de qué trata la historia? No. ¿Un dato, una anécdota, un personaje? Nada.
El sonido de una recortada cargándose me hace volver del mal viaje. Juan me apunta con su Mossberg.