LA CAJA DE LOS RELOJES
Manuel Pociello | manpoc

—¿Y los relojes?
Ella terminó de meterse en el coche. Se sentó en el asiento del copiloto y dio un portazo.
—Los he olvidado —respondió azorada.
—¡No me jodas, Susan! ¿En qué habíamos quedado?
Susan dejó la bolsa a sus pies. Aunque las manos le temblaban, abrió la cremallera y enseñó a Connor el botín: varios fajos de billetes de cien dólares, algunas estilográficas Montblanc y Dupont, un corta puros de oro, un puñado de pisa corbatas de nácar y esmalte negro y una pitillera Gabriel Niukkanen con el escudo del águila bicéfala en oro amarillo.
Connor calculó que aquello no sería suficiente para huir y cruzar la frontera.
—La caja de relojes equivale a cuatro bolsas como esta. ¿Lo entiendes? —Connor elevó el tono. Las ventanillas del coche estaban bajadas. La tarde era fresca—. Sube a por ella —urgió Connor.
—No, cariño, por favor, no creo que pueda hacerlo. Con esto tenemos suficiente…
—Lo tenemos si quieres vivir sirviendo café a camioneros con la mano larga… ¿Hiciste todo como te dije? —preguntó Connor.
—Sí, todo como tú dijiste. Le preparé el baño, le eché las sales, el perfume… Y las gotas que me diste. Se metió en el baño hace más de una hora y no ha vuelto a salir. —Miró a la bolsa—. Luego he estado esperando a que llegaras —respondió Susan solícita.
—Entonces no seas tonta, lleva más de media hora muerto. Sube y coge la caja.
Susan sollozó y apretó las manos mientras miraba a la casa.
—De verdad… No puedo, no me hagas subir.
—Condenada mujer, ya voy yo —respondió Connor malhumorado.
Entró por la puerta trasera de la cocina. Subió por la escalera principal. Entró en la habitación del matrimonio y cogió la caja de relojes que estaba a la vista en la mesilla de noche del marido. La puerta del baño estaba cerrada, con la luz encendida. Todo en completo silencio. Bajó las escaleras a paso vivo, cruzó la cocina y salió de la casa.
Apoyado sobre el capó y con una sonrisa plenipotenciaria estaba él: el marido de Susan.
A Connor le faltó la respiración. Una bomba de sudor le subió por el cuello de la camisa. Se ahogaba.
—Te lo diré rápido, no te queda mucho. Esto es tan satisfactorio… En veinte años Susan nunca me ha preparado el baño, además con espuma… Yo odio la espuma. Antes de meter un pie fui a lo que ella cree que es su escondite secreto, pero cuando está borracha deja demasiadas pistas. Allí estaba el botecito. Me metí en el cuarto de baño y esperé a ver de qué iba todo esto. —A Connor le costaba respirar—. Desde la ventana escuché alguna palabra suelta… <>. Te vi salir del coche. No me costó mucho verter el resto del bote en los laterales de la caja de relojes…
Connor cayó redondo entre convulsiones y estertores.
Susan gritó.
—Querida, ¿vienes?, te vendrá bien un baño para tranquilizarte, el agua todavía estará tibia.