Los veía coquetear en el invernadero. Mi esposa, apoyaba tiernamente su cabeza en el hombro de aquel hombre convertido en médico titular del pueblo, tras la muerte del doctor Everton. Averigüé que había tenido problemas en una pequeña localidad del distrito de los Lagos. Siempre líos de faldas. Mi esposa era mucho más joven que yo. La rutina de la vida rural se le hace monótona y los viajes a Londres para asistir a la Opera, cenar en un restaurante junto a Covent Garden y pasar la noche en el hotelito de Lady Conakry se fueron espaciando conforme mis ataques de gota me producían más molestias. Hacía meses que el médico la agasajaba con paseos por el campo y le escribía versos de una rima horrible, que yo descubría momentos después escondidos en su secreter. Yo le concedía esas pequeñas licencias que, más adelante llegaron a convertirse en un hábito. Había recuperado su jovialidad. Yo era un acaudalado terrateniente de Surrey, entrando en una ancianidad venerable, y me conformaba con verla feliz.
Nunca sospeché que tramasen nada truculento. En el fondo contaban con mi aprobación encubierta para pasear su amor. Pero tal vez no era suficiente.
En las últimas semanas comencé a encontrarme peor de salud. Los últimos días apenas tenía fuerzas para levantarme. Recuerdo que anoche estaba especialmente aturdido. El médico se acercó y me dio un calmante, un gran trago de una medicina, un tanto amarga, pero que me calmó los dolores de inmediato. Me sumí en un profundo sopor.
Me acabo de despertar sobresaltado. Me duele la cabeza. Está totalmente oscuro. ¿Estoy durmiendo todavía? No, porque noto que parpadeo, que muevo los ojos, pero apenas puedo mover mis brazos y mis piernas. Me pesan enormemente y, además, tropiezan con algo duro, como una pared. Lo último que recuerdo es al médico y a mi esposa abrazados mientras mis ojos se cerraban. Me han drogado. Pero lo auténticamente macabro es que me han enterrado vivo. El médico falsificó mi defunción. No se conformaban solo con matarme. Me han enterrado vivo. Tengo que pensar, necesito pensar.
Con mi brazo izquierdo noto la presencia de una pequeña tela. Es un trozo de cuerda. Una tarde me visitó un hombre de la funeraria y me explicó un mecanismo novedoso. Habían descubierto que en ocasiones, cuando exhumaban los cadáveres, la tapa superior estaba rasgada por arañazos. Eran más de los que parecían los que resultaban enterrados vivos. Me dio la risa, me gustó el énfasis que ponía en su explicación y asentí. Nunca más lo volví a ver. Y contraté el servicio. Mi esposa no lo sabía.
Desde el interior del ataúd se activa una campana que avisa al guarda del cementerio de que una persona ha sido enterrada viva.
Mi esposa y el médico han sido detenidos. El frasco contenía opio de una gran pureza. Mañana los ahorcarán a los dos. Me he asegurado de que sus ataúdes no tengan la cuerda salvadora.