El diminuto espejo de la pared, sujeto de forma tosca a un oxidado clavo, apenas dejaba ver una porción de su rostro. La claridad en el pequeño cuartucho era escasa. Ya fuera por el reducido tamaño del ventanuco o por la escasa luz de la solitaria bombilla que colgaba del techo, lo cierto es que la imagen que se reflejaba en el cristal no era la que él quería ver. Con las manos se revolvió el pelo en busca de algo. No lo encontró. Frunció el ceño. Los años y los excesos habían castigado de tal forma su semblante que la media docena de arrugas de la frente se le marcaban como cortes profundos sobre ella. Daba la impresión de que en cualquier momento comenzaría a brotar sangre de ellos. Liberó el espejo de su viejo grillete y, con él en la mano, se dirigió al ventanuco. Le bastó un paso. Se colocó de forma que el sol que entraba por el hueco iluminase directamente su cabeza. Se volvió a mirar. Ya podía distinguir bien los pelos blancos que destacaban en medio de su tupido y negro cabello. Los tenía contados. Volvió a rebuscar, ahora a una sola mano, algo en la cabeza. No tenía prisa alguna. El tiempo importaba una mierda en su situación aunque el resultado de la búsqueda, sí. Luego de un largo rato encontró lo que estaba buscando con tanto ahínco: una nueva cana. Aflojó el duro rictus del rostro y, en una extraña mueca, sonrió.
A Lucas, el flaco de La Caina, le gustaba presumir de haber matado a tantos como canas tenía en la cabeza, y eran muchas las que asomaban entre la maraña azabache y despeinada que era su pelo. Frío como el hielo que solía poner en su copa de licor; fuerte como la soga que sabía que rodearía su cuello, más pronto que tarde; feo como un demonio famélico, y pendenciero desde el mismo momento en que nació, el flaco de La Caina no sabía de compasión ni perdón.
Volvió a colocar el espejo en su lugar y echó un vistazo a su alrededor. La celda era como todas las celdas, pequeña, sucia y angosta. Observó con calma el catre debajo del suyo. La sangre de su compañero de litera continuaba manando del tajo en el cuello. Lo miró con desdén. Se mesó los cabellos con ambas manos y susurró: «Tan sólo es una cana más».