La Caza
SUSANA BASTERRA FERNANDEZ | Lilith

Diluviaba cuando los agentes llegaron de madrugada al número 39. El aguacero amortiguó el chapoteo apresurado del grupo de asalto cuando se bajó de la furgoneta y se desplegó bordeando la casa. Al mismo tiempo, el inspector Callahan y los tres agentes que le acompañaban llegaron a la puerta principal, calados hasta los huesos. No importaba. Iban a cerrar el caso esa misma noche. Se lo debían a las pobres víctimas de ese cerdo malnacido. Callahan no podía evitar los comentarios despectivos hacia el culpable desde que le habían asignado el caso. La rabia lo embargaba y sentía naúseas cada vez que veía las fotos de la comisaría. Si por él fuera… Sacudió la cabeza y, con ella, esos pensamientos, casi todos bastante violentos, poco dignos de un policía. Pero esta pesadilla estaba a punto de terminar. Meses de arduo trabajo les habían llevado hasta ese momento. En una ocasión lograron acercarse y casi pillan en su trabajo a ese engendro malparido, pero consiguió escapar. Esta vez no. Por fin iban a atraparle y nada le libraría de lo que se merecía. Tiraron la puerta abajo sin miramientos y entraron dando el alto. Pistola en mano, y con el corazón a mil por si encontraban más víctimas, recorrieron la pequeña casa en menos de un minuto. Una planta y un sótano. Vacía. Callahan no comprendía. Pero… si ya le tenían! ¿Dónde estaba? «No podían haberlo perdido de nuevo» pensó exasperado. La vigilancia habia dado sus frutos y le aseguraban que estaba en casa. Algo se le escapaba pero la rabia y el cansancio no le dejaban ver qué era. En el sótano, miraba a su alrededor con ojos desorbitados. Ese era el lugar de los vídeos. Lo reconoció nada más verlo. En la pared que tenía enfrente, un graffiti se burlaba de él con un «Lo siento». ¿Qué demonios significaba eso? ¿Era una burla?. Sus compañeros seguían registrando el piso de arriba. Nada. Sin rastro. Sus caras incrédulas asomaron por las escaleras, en silenciosa negación. No pudo contener por más tiempo la rabia que sentía y soltó un rugido de frustración. Los agentes le contemplaban, esperando órdenes. Frustrado e irritado, indicó la retirada. Subió las escaleras del sótano soltando pestes por la boca y salió de la casa. Ahora le tocaba a la científica recuperar todas las pruebas.
En ese instante, en la pared del fondo del sótano, un trozo de cemento aún fresco cayó al suelo. Y detrás de ese muro recién levantado, un sollozo. De aquél que, incapaz de controlar sus impulsos pederastas, se había convertido en un monstruo incluso para sí mismo. Decidió darse lo que él creía que se merecía: una muerte lenta y agónica emparedado vivo en aquél sótano donde él había arrancado la vida a otras personas. Sollozaba arrepentido por todo el sufrimiento causado, por su cobardía a afrontar su destino, por su propia muerte. Sabía que la policía volvería a registrar en profundidad la casa. Sólo esperaba haberse muerto antes.