Me llamo Ramiro Pascual. También Ramiro Santos, también Fernando Santos, o Alejandro Santacruz, Carlos Méndez… Soy detective privado, y mi investigación durante estos tres últimos meses me ha conducido hasta esta noche. Mi objetivo está a punto de salir del baño. Yo estoy en la barra, en el oscuro rincón junto a la mesa de billar, haciendo que busco palabras en un vaso de whisky. En realidad es una mezcla de té rojo y zumo de limón. Con suerte esta noche acabará todo.
Sale del baño. Durante este tiempo he ido ganándome su confianza. Mi clienta está convencida de que él fue quien asesinó a sus dos hijas, hace ahora diecisiete años y un mes. Yo también tengo dos niñas. Nunca ha reunido pruebas suficientes para incriminarle.
– Rompes tú, Ramiro -. Me tocan lisas.
Él juega al billar como un cirujano opera una válvula cardiaca. Calcula en cada golpe la obediencia de la bola blanca apoyando el mentón sobre el grueso del taco, con un ojo guiñado. A las niñas las mataron con un rifle de caza. Decido apretarle un poco.
– No te lo debería decir, pero el jefe no está seguro de tengas lo que hay que tener para hacer bien el trabajo.
– Ya te lo he dicho. No es la primera vez.
Me junto a él para hablar en voz baja.
– Matar a un gamo o a un jabalí no es lo mismo que matar a un tipo.
Él me mira como si yo fuera un gamo o un jabalí.
– ¿Quién te crees que soy?
– Yo te he dicho a quién he liquidado. Si tú no lo haces, ¿cómo nos vamos a fiar de ti?
– ¿Qué eres? ¿Poli? Si te digo que puedo hacerlo, es que puedo hacerlo.
– Bueno, tú verás… Pero algo tendré que decirle al jefe.
No da resultado. Nunca se emborracha. Nunca baja la guardia. Jamás confesará. Es desesperante.
Da la vuelta a la mesa, con los ojos clavados en la blanca. Se inclina, coloca el taco en el soporte que forma la carne entre su pulgar y su índice izquierdos, carga el tiro.
¿Hasta cuándo podré mantener mi tapadera sin que se de cuenta? Se huele algo. Tiene que ser esta noche. He de seguir apretándole.
De pronto, suelta un alarido y se lleva la mano izquierda a la boca.
– ¡Joder, Jose! – grita, mirando al dueño del bar -. ¡A ver si renovamos estos tacos! ¡Me he clavado una astilla! ¡Dios!
No es normal cuánto le duele.
– No me mires así. Hace casi veinte años que tengo un cacho de colmillo alojado aquí – se señala la carne entre el pulgar y el índice.
De repente, todo el bar queda a oscuras, en silencio. Solo existimos él, la mesa de billar, y yo. A una de las niñas asesinadas le faltaba un minúsculo fragmento de colmillo. Nunca llegaron a encontrarlo.
Te tengo.