—Lou, un café solo, por favor.
—¿Quieres comer algo, Trevor?
—¿Tienes peras?
—Vaya, parece grave. Trevor, fracasar no es una opción.
—Lo sé, fracasar es un lugar habitual, por eso estoy aquí, Lou.
—Ni hundido cierras el pico.
—Estoy cansado, sin ánimo, acudí al doctor, me recomendó hidratarme y la ingesta de peras para revertir el agotamiento.
—No sé si me tomas el pelo o es cierto, de todos modos, te ocurre algo.
—El nuevo casero me ha echado, Lou, éste también pretendía que le pagase.
—Puedes quedarte, como otras veces, unos días en el almacén.
—¿Ahora es salubre?
—Si no te gusta, ahí fuera tienes una cama de asfalto almohadillada con alcantarillas. ¡Y no tengo peras, cómo demonios voy a tener peras!
—¿Y algún trabajillo para mí, Lou?
—Si no tienes problema en volver a encontrarte con Carrie, sí.
—Creo que te estás vengando de mí.
—Al igual que a tus caseros, me gusta cobrar. ¿Lo tomas o lo dejas?
A Carrie no la veía desde que se graduó. Tuvimos una relación intensa de varios años. Mujer de rasgos duros, circunspecta como un fagot y con los labios de un oboe, estaba dotada de un talento musical innato; agarraba la batuta y cabalgaba sobre mí a ritmo de Wagner como una valkiria. Ahora es una de las tres mejores directoras de orquesta de la cristiandad y yo aún sigo obsesionado con su pelo viciado.
Y con su culo.
Me proporcionaron una acreditación de prensa para acudir a cubrir la conferencia sobre la proliferación de las semicorcheas en el Barroco que pronunciaría Carrie en el auditorio del condado. Era la excusa para acceder, esperar al cóctel posterior, emborrachar al director del auditorio y sonsacarle información, lo cual no hubiera diferido mucho de otro jueves cualquiera si no fuese porque el sujeto era el peón de Gianni McCarthy, líder de una de las bandas enemigas del colega de Lou.
Asistí a la conferencia sin anillo y con la mente en los nibelungos. Cuando concluyó, comencé a buscar al pelele de McCarthy. Fue pan comido, conseguí toda la información y ni siquiera estaba un poco borracho, de modo que volví al cóctel para solucionar aquel despropósito y me apreté uno de cada dos combinados que pasaban por mi radio de acción. Mientras apuraba el último, sentí que Carrie se aproximaba por detrás con su caminar indiscutible que retumbaba honestidad.
—¿No te atreves a hablarme sobrio, Trevor?
—El doctor insiste en que me hidrate, querida.
—Veo que sigues teniendo más talento que cojones.
—Los bemoles siempre fueron asunto tuyo. Pero, aunque no lo creas, mi estampida hizo más por tu carrera que mi compañía.
—No solo te atribuyes el mérito, sino que te jactas de saber cuáles eran mis aspiraciones.
—Me jacto de sacrificar mi vida para que pudieses realizar la tuya. ¿Es que aún no te has dado cuenta?
—Vente a casa, cabrón.
La chica con el pelo viciado no guardaba resentimiento en la nevera.