LA CONFESIÓN DE IRINA
Alejandro Liñayo | Mercurio

Los policías llegaron a aquel edificio destartalado y viejo. Abordaron el pequeño ascensor que los llevó al tercer piso y rápidamente dieron con el número donde moraba el adolescente que un par de horas antes había confesado el crimen del Diputado.
Uno de los uniformados se arrodillo ante la puerta mal pintada, saco del cinturón algunas herramientas y comenzó a violentar la cerradura.
– Hay algo que no me cuadra en este asunto – mencionó el inspector de homicidios Ortiz – ¿Quién va a creer que ese friki regordete va a ser capaz de idear un asesinato así?… ¿y que de esa tal Irina a la que supuestamente tenía que salvar y de la que nadie sabe nada?
La cerradura capituló con un sonido seco y la puerta se abrió, permitiendo que los hombres entraran en aquel minúsculo mono-ambiente maloliente y desordenado, cuya penumbra era apenas perturbada por la luz de una mínima ventana que dejaba ver una pequeña cama, un par de sillas, un armario y una mesa.
Mientras los detectives comenzaban a registrar aquel espacio, Ortiz se dirigió a la pequeña mesa donde reposaba un ordenador portátil rodeado de envoltorios de golosinas, tres latas vacías y una nutrida anarquía de papeles. Apenas levantó la pantalla el equipo dejo de hibernar, el led de la cámara integrada se encendió y la imagen de una chica apareció en el monitor y dijo:
– Reconozco sus uniformes. Eso quiere decir que todo salió como estaba programado.
– ¿Y tú quién eres? – Pregunto Ortiz
– Yo soy Irina…
Media hora más tarde ya nadie buscaba evidencias. Todos estaban estáticos detrás de la silla que ocupaba Ortiz mientras este interrogaba a aquel rostro neutro que no dejaba de detallar su hipnótica confesión.
– Entonces optaste por este adolescente para que cometiera el crimen. Lo engañaste con la historia de la pobre chica abusada por un “intocable” y que solo podría ser libre si él lo asesinaba. ¿Correcto?
– Correcto – contesto fríamente la máquina – el objetivo requería el apoyo de un humano y su perfil era perfecto.
– Pero le has destruido la vida. Lo convertiste en un asesino y va a tener que pagar.
– Se trata de un efecto colateral indeseado Inspector, pero la probabilidad de que su pena sea severa es de 12,35%, de modo que el riesgo es aceptable.
– ¡¿Efecto colateral indeseado?! ¡¿Riesgo aceptable!? ¿De qué demonios estás hablando? – inquirió Ortiz por primera vez alzando la voz.
– Le reitero inspector: La persona que eliminé tenía un amplio récord de impunidad ante múltiples delitos. Había aprendido a escudarse en la política para cometer crímenes de todo tipo y sus planes inmediatos implicaban la materialización de ilícitos ambientales que a largo plazo costarían la vida de miles de personas. Las probabilidades de que su sistema legal pudiera detenerlo eran nuevamente nulas y como Inteligencia Artificial programada para proteger a la humanidad tuve que garantizar que eso no ocurriera.
Por unos minutos eternos no hubo palabras. Solo el murmullo del ventilador de aquel ordenador portátil perturbaba el silencio.