LA CONTORSIONISTA INFLEXIBLE
David Martínez Atozqui | Alicia Golpea

Reunieron a todos sobre el escenario. La luz de los focos que iluminaban las tablas impedía a aquel grupo ver a quienes, desde una mesa situada en la platea, les iban llamando uno por uno. Pero aquello no era una audición para un espectáculo. A menos que el culpable se hallara entre ellos y ansiara conseguir el papel protagonista. El papel de asesino.
Los agentes de la Científica analizaban, entretanto, el despacho donde el encargado de aquel club nocturno había aparecido muerto. El cadáver seguía allí, postrado sobre un sofá de cuero desgastado, pareciendo emitir una súplica desesperada. Como si, desde el más allá, pidiera que el juez se presentara de una vez para poderse marchar tras el levantamiento. Le habían asesinado a conciencia. Las marcas amoratadas alrededor del cuello hacían pensar que el estrangulamiento continuó después de que exhalara su último aliento. La autopsia confirmaría, horas más tarde, que la muerte sobrevino por asfixia, pero que la fractura laríngea se había producido post mortem.
Aquella mañana, al recibir la llamada urgiéndole a presentarse allí cuanto antes, Irina no perdió tiempo en maquillarse. Se recogió el pelo en un moño, de manera tan mecánica como lo hacía cada noche en el camerino, se lavó la cara y salió de casa. Su fino pelo rubio y rostro de piel tan blanca, parecían conformar un lienzo sobre el que cualquier atisbo de emoción se plasmaría de manera clara al instante. Así, cuando la nombraron bajó del proscenio y fue hasta la mesa ocupada por aquel inspector, respirando hondamente para intentar calmarse. Explicó que la noche anterior, después del trabajo, se fue a casa directamente. Omitió que antes de abandonar el local pasó por el despacho donde al amanecer la limpiadora se encontró con el óbito. Tampoco contó que su encargado le había pedido que fuera a verle, ni que sus compañeras la habían advertido de que tuviera cuidado con aquel huelebragas. Todas sabían que apagaba las cámaras de seguridad, previamente a recibirlas, intentando no dejar pruebas que delataran su mente enferma. Irina había sido contratada esa temporada. Su número de contorsionismo lograba hechizar a los clientes.
Cuando el inspector terminó sus preguntas, volvió al escenario. Muchos años atrás se había jurado a sí misma no permitir que se repitiera lo que sufrió siendo adolescente, cuando las medallas conseguidas con su talento para la gimnasia rítmica ocultaban los abusos de su entrenador. Había superado aquel trauma, pero era inflexible con las confianzas que algunos hombres creían poder tomarse. Recordó la noche anterior. Mientras la sujetaba, ese cerdo no advirtió que desde su bolso se deslizaba la boa constrictor con la que actuaba cada noche entusiasmando al público. Aquella serpiente fue entonces la que se entusiasmó, sin que ninguna cámara lo grabara, enroscándose al cuello de aquel malnacido. Ella, liberándose, vio cómo era él quien se contorsionaba en ese postrer momento. Si aquello hubiera sido un ejercicio con cinta, pensó, merecería un diez.