LA CORBATA DEL SEÑOR HITA
Marcos Fusté Pin | Pedro Lusón

Hacía calor en la sala y estaba harto de esperarla.
Suponía el abogado Hita, mientras mesaba su corbata descolorida, que la edad recrudecía las manías y minimizaba la paciencia. Con diferencia, era el más veterano de los allí presentes. Por esa regla de tres, era el más acalorado y el más impaciente. Pero no podía hablar. El jefe había sido meridianamente claro:
– No abra la boca, deje que la chica haga su trabajo. Usted la acompaña en nombre del bufete y punto.
La observó con detenimiento con un ojo algo vago pero añejo. La nueva era joven y hermosa a rabiar, sí. Pero de facciones muy frágiles y sutiles. Casi parecía una muñeca de porcelana. Vestía demasiado colorida para una sala de interrogatorios. Se la veía muy nerviosa. Insistía en un gesto francamente inapropiado de aderezarse la melena por detrás de las orejas. No era ni el momento ni el lugar. Le sudaban las manos, que no paraban de entrelazarse aleatoriamente, y le temblaba el párpado izquierdo. Los dos policías junto a ella la escrutaban inevitablemente desde todos los ángulos. Era obvio que no estaba acostumbrada a ser el centro de atención ¿Y esta pipiola iba a tener que pilotar la defensa de un asesino malcriado?
Llevaron a Vixx a la sala. El preso forcejeó con insolencia por el pasillo. Se encaró con alguien más frente a la sala de reprografía. Entró dando una patada al marco de la puerta y con insolencia, tomó la palabra antes que todos:
– ¿Qué me habéis traído hoy? ¡Haber empezado por ahí! ¿De dónde sales tú, bizcocho?
Hita la miraba, consciente de la carnicería que se avecinaba. Aquella bestia indefendible iba a dejarla llorando.
– ¡Uhhh, soy un lobo feroz! -fanfarroneó con voz pretendidamente grave el preso, mientras sonreía con socarronería.
– ¡Basta ya, Vixx! Su abogada está…… – terció un policía.
– ¿Mi abogada? ¿Mamá ha cambiado al viejo Hita por este gorrioncillo? ¡No me tomen el pelo!- e hizo el ademán de salir por donde había entrado.
– ¡Siéntate!- bramó el policía, que lo retorció hasta sentarlo en la silla.
Hita vio que cerraba los ojos y creyó que se desvanecería en cualquier momento. Estaba paralizada.
– ¿Se encuentra bien, letrada? – intervino. Al carajo con el silencio.
Cabeceó a modo de respuesta, abrió los ojos verdes, los dirigió al reo y carraspeó tímidamente, antes de espetar:
– Sr. Vixx, soy Martha Dicker, su abogada. Me guste más o menos, estoy aquí para defenderle y lo voy a hacer. Cuando dé por concluido su numerito de sobreactuación con estos señores que, como yo, sólo hacen su trabajo, le rogaría que asuma que no tiene muchos más amigos en kilómetros a la redonda y que el tiempo apremia. Podemos pasarnos la hora con jueguecitos o podemos pasarlo refutando las incontables pruebas que pesan en su contra. ¿Qué va a ser?
Se hizo un silencio incómodo.
Hita seguía teniendo calor. Y ya tardaba en llegar.
Dos meses y catorce días. Ni un día más con corbata.