La lluvia caía sobre el cadáver del suelo. La multitud se había agolpado alrededor del suceso con inquietud. No era normal que un médico se lanzase al vacío desde una de las ventanas del hospital.
La policía descubrió que se trataba del doctor Julio Otoño gracias a la identificación que llevaba colgada. A la escena llegó una inspectora seguida de un detective privado. Este último, de gesto serio y con canas en las sienes que se dejaban ver bajo el sombrero calado, se arrodilló echando un pequeño vistazo. Usó un bolígrafo para levantar la mano del cadáver, señalando una probeta que se había roto por la caída. Mientras entraba en el hospital quejándose del tiempo, el detective pidió ver a los últimos que vieron con vida al suicida.
Una hora después, en una sala de reuniones con grandes ventanales y una mesa ovalada, estaban reunidos la junta directiva, la pupila del fallecido, la inspectora y el detective.
—Uno de ustedes mató al Doctor Otoño— sentenció el detective mientras dejaba su revólver encima de la mesa con furia intimidante—. En unos minutos el asesino va a confesar, aunque puedo asegurarles que tengo para todos.
—No sé quién se cree que es, amigo— dijo el director del hospital después de unos segundos de silencio—, pero si piensa que nos vamos a quedar aquí…
—Los suicidas se matan en su casa—cortó en seco el detective—. A veces se tiran de un puente, pero no lo hacen en el trabajo y mucho menos junto al trabajo de su vida. Llevo investigando un rato su despacho y el vial que llevaba contenía la cura para una enfermedad llamada púrpura trombocitopénica.
—Lo estábamos investigando— saltó inmediatamente la aprendiz del muerto—. No sabía que había dado con la cura.
—Lo hizo. Y en esta sala alguien lo sabía— dijo el detective, acercándose al ventanal lleno de gotas de lluvia—. Hace unas horas el buen doctor Otoño recibió un correo de la bandeja de la junta diciendo que no podía desvelarlo dado que había dinero de por medio. Tenía que esperar un año para que cierto contrato dejase de estar vigente. Pero claro, él era médico y quería ayudar a la gente. Vivía enfrascado en su trabajo, aunque eso no evitó que se lo contase a alguien de confianza o a alguien que, tal vez, viese una oportunidad para obtener la gloria.
El revólver chasqueó sin disparar al no tener balas. Al girarse, el detective vio a la joven aprendiz apuntándole, incrédula.
—Solo alguien que ya ha matado está dispuesto a hacerlo de nuevo.
—¡No! —dijo ella, soltando el arma.
—Le tiraste por la ventana en cuanto supiste que se iba a llevar la cura.
—¡Ellos me lo ordenaron! — se defendió la muchacha mientras la esposaban.
Todos acabaron en la comisaría, excepto el detective, que volvió con el cadáver. La inspectora rellenó el atestado y no se olvidó de mencionar la inestimable ayuda del detective César Otoño.