Durante una larga disertación de temas, de los cuales ninguno revestía interés salvo la lectura entre líneas que yo desesperadamente buscaba y no hallaba, mi exnovio reveló que se iba a producir, precisamente allí, en aquel descomunal centro comercial, un robo. Dejó un mapa sobre la mesa y desapareció para siempre. Javier Castaño acudió a mi llamada. Le mencioné todo lo relativo al plano y a al robo. Sentía la imperiosa necesidad de investigar. “¿Por qué?”, inquirió él. “Podría ser divertido”, respondí. Volvió a cuestionar mis deseos: “¿por qué?”. Mi ira y mi profundo dolor estallaron de forma incontrolable. “¡Porque lo necesito para no matarme!” Mi exabrupto bebía de un suceso pasado en el que Javier me había hallado tendida sobre la cama con un latir del corazón tan aletargado que el suyo se disparó. Así fue como Javier se convirtió en mi Watson, y yo en una inusitada versión de Sherlock. Yo contaba con el ímpetu propio del niño que descubre un escondite ignoto para los adultos, y mi Watson con la astucia que te proporciona el temple. La aventura empezaba en una cafetería por la que pensaban acceder hasta alcanzar, colándose por un butrón, a una joyería, de esas que en sus techos lucen retorcidas estalactitas de cristales malvas y pirita. “¿Recuerdas aquella vez en el aeropuerto de Escocia? Ofrecían catas de güisquis, pero no a cualquiera”. Javier recordaba bien aquel día. Simulando seriedad y poder adquisitivo, habíamos inventado una ingeniosa historia para parecer interesados en adquirir una buena botella. Cogidos del brazo, nos habíamos acercado al mostrador y habíamos perpetuado nuestra pantomima: “¿Qué güisqui crees que le gustará más a tu padre?”. Un nuevo show daba comienzo. Aferrado a su brazo, entramos. Uno siempre necesita un buen motivo para entrar en un sitio así. Explicamos a la dependienta que buscábamos unas alianzas. No descubrimos nada en aquella incursión y propuse agazaparnos en algún punto muerto del centro comercial a pasar la noche. Entre anécdotas propias de una acampada scout llegó a nosotros el rumor de unos tacones que rebotaban en las paredes. “Es la dependienta de la joyería”, advirtió él. Las cámaras habían dejado de grabar y vimos que accedía al establecimiento. Una alarma se disparó taladrando nuestros tímpanos. “Espérame aquí”. Poco después apareció guardando algo en un bolsillo. Una vez seguros sacó un refulgente anillo que enseguida estuvo en mi dedo anular. “Un recuerdo”, dijo. Al día siguiente las noticias hablaban del robo. La joyera a la que pillamos no era sino la propietaria, que había perpetuado el robo de su propio comercio, por el que el seguro le pagaría una buena cantidad. Las pesquisas arrojaban luz sobre una falsa irrupción desde la cafetería. Tan solo habían sido necesarios los privilegios de una propietaria y un tablero dispuesto para la jugada. El caso estaba resuelto, y el verdadero objetivo conseguido. Había olvidado todo lo que añoraba de mi relación perdida. Decidimos guardarnos para nosotros la verdad. Nosotros habíamos salido ganando también.