La gélida niebla, aún persistente, bailaba en torno a las piedras anaranjadas que daban forma a la muralla. Tan solo las almenas que coronaban los ochenta y ocho torreones quedaban libres, recibiendo el tímido sol del nuevo día.
Por estas fechas, como era habitual, el frio había tomado fuerza a primera hora de la noche, originando escarcha sobre la empinada llanura que acompañaba al principal monumento de Ávila.
Uno de los nueve arcos, el cual comunicaba con la famosa plaza de santa Teresa de Jesús, se hallaba rodeado por varios coches de la policía.
La estroboscópica luz de los vehículos, junto a las órdenes de una mujer, llamaron la atención de los transeúntes.
–¡Acordonad la zona y que nadie entre sin mi permiso! –ordenó Leyre.
Inmediatamente dos policías asintieron y delimitaron el paso de la muralla.
Leyre Aztarain era inspectora de policía de la brigada de investigación de delitos contra las personas.
–Es por aquí, inspectora. –informó un veterano policía. –No hemos querido alterar nada hasta su llegada.
–Bien hecho, Ferrer. ¿Ha llegado la científica? –preguntó.
–Sí, están tomando muestras –respondió nervioso. –Jamás he visto algo semejante…
–No deberían haber empezado sin mi… –gruñó ella. –¿Quién lo ha encontrado?
–El vigilante de seguridad –señaló él.
–Que no se marche muy lejos, luego quiero hablar con él.
Un pequeño grupo se había congregado sobre una de las dos torres que flanqueaban la puerta del Alcázar. Buscaban y fotografiaban cualquier posible pista, mientras dos de ellos se preparaban para cortar el acero.
–Buenos días, inspectora –saludó el jefe de equipo. –Por decir algo… Nunca me acostumbraré a este frio.
–Buenos días, Millán ¿Qué habéis descubierto?
Expectante, caminó paulatinamente por las piedras de la torre sin apartar la mirada del extraño sarcófago de rasgos femeninos.
Las chispas de la radial invadieron el suelo y el olor a quemado se expandió por el ambiente.
Una pieza de acero se desprendió del objeto e inmediatamente ambas mitades se separaron. Solo un centímetro, lo suficiente para formar en segundos un extenso charco de sangre.
Nadie de los presentes se sorprendió de lo sucedido, todos estaban al tanto de la desaparición de uno de los párrocos de la diócesis.
–Proceded a la apertura –ordenó ella.
Los mismos sujetos que quitaron el candado, abrieron la mitad superior.
Una ráfaga de aire arrastró consigo la niebla de la plaza y gráciles girones pasaron frente a ellos, impidiendo ver por unos segundos el contenido.
–¡Qué diablos! –maldijo Millán.
El sarcófago, apoyado sobre una de las almenas, estaba dispuesto de varias puntas de metal, las cuales mantenían a la víctima sujeta.
–¡Qué atrocidad! –dejó escapar Ferrer.
Leyre, aún en silencio, se acercó al cuerpo mientras sus compañeros observaban expectantes.
Comprobó el pulso de la víctima y como esperaba, ya no latía su corazón. Dobló las rodillas, se quitó uno de los guantes y con el dedo índice tocó la sangre del suelo.
–Aún está caliente… –murmuró.
–Ha debido morir durante la noche –añadió Millán.
–¡Ferrer! –Llamó la inspectora. –¡Tráeme al vigilante!