No había duda, había sido un crimen cometido por alguna persona cercana
a la víctima, que se le acercó de frente, sin rodeos, con una gran tijera de podar en su mano y que le asestó un certero golpe en el corazón que le causó la muerte de forma instantánea.
La sangre había tenido que salir a borbotones, cubriéndolo todo, pero el
homicida tuvo tiempo de limpiar el lugar con lejía Conejo.
Y tuvo también tiempo de escribir en la pared, con la sangre del cadaver, un mensaje verdaderamente impactante: “Lejía conejo, ¿sabes porque la aconsejo?”.
Aquel detalle me puso sobre la pista y decidí revisar minuciosamente la
estancia.
Había sido un chapucero, había dejado huellas por todas partes, pero la prueba definitiva, la que gracias a mi experiencia de años pudo conducirme a la resolución del caso, fue el DNI que encontré junto al
cadaver.
Sin duda, las prisas, que siempre aconsejan con maldad, hicieron que en su esfuerzo por limpiar las evidencias, al asesino se le cayera la identificación.
Tirando de nuevo de mi aquilatada experiencia pude barruntar, y casi afirmar, que era un criminal primerizo.
Sin mirarlo, con una sonrisa de satisfacción, sin esperar a nadie, con mi
gabardina de inspector desfasado llena de lamparones de las gambas que
había comido ese medio día y del codillo berlinés de antes de ayer, me fui a
casa y me senté en mi viejo sillón, donde, tras ver el nombre escrito en aquel carnet, me sorprendió la madrugada, que me encontró fumando mi último cigarro del que, por fin, iba saliendo el humo blanco de la lucidez y con la mirada perdida en un espejo en el que se reflejaba un rostro cansado y cubierto del que deduje era el culpable.
Aquél DNI contenía un nombre y la fotografía de un jovenzuelo con melena
hasta los hombros en el que pude reconocerme.