La epidemia de lepismas
Manuel García González | José Cantarelo

A pesar de que se trataba de la epidemia menos cruenta que se recordaba en la aldea, fue la que más daño causó sobre el saber y la memoria. Más incluso, que la de termes que convirtió en serrín todos los hermosos artesonados del ayuntamiento. Nadie olvidaba aquel infausto día en que la techumbre del edificio municipal se desplomó aplastando a todos los miembros del cabildo, lo que sumió a la localidad en tres décadas de enorme anarquía y total prosperidad. Tampoco era fácil de olvidar el sonido sordo de las termitas rumiando la madera, que se escuchaba toda la noche en cada rincón de cada casa. Esta vez, en cambio, el masticar era distinto. Se escuchaba tanto de noche como de día, pero únicamente procedía de aquellos lugares en los que hubiese algo de papel. Eran los lepismas o pececillos de plata, pequeños y eruditos insectos aplanados, cubiertos de escamas plateadas, que devoraban de forma imparable todo aquello que estuviese hecho de papel. Sobre todo, los libros. Ni uno sólo de los que guardaban la sabiduría o las estupideces de las generaciones presentes y pasadas se vio libre del admirable apetito de las lepismas. Los anaqueles de las bibliotecas se encontraban devastados, con las tapas desvencijadas y vaciadas de su contenido. Las páginas y sus textos habían sido convertidas en una especie de irregular confeti de color siena por el que correteaban miles de lepismas de diferentes tamaños. En las tapas de un libro ya hueco de palabras, se podía leer un título en letras itálicas: «Proyecto de ley de las dinastías aqueménidas para la conservación del patrimonio escrito». Nadie lo sabía, pero en las primeras hojas de ese volumen comprado a un mercader forastero, justo entre la página de respeto y el avant-propos, durmió entre líneas y durante años una lepisma hembra cargada de huevos. Y, cuando esta despertó, se desató la epidemia.
A nadie se le ocurrió mejor cosa para atajar la catástrofe que esperar a que devorasen hasta el último retazo de celulosa y, con él, su última comida. Se decretaron nueve años de cuarentena en la que nadie podía entrar en la población con papel alguno pues, como todo el mundo sabe, ese el tiempo máximo que logra este insecto aguantar sin comer. Mientras tanto, todo el saber escrito, todas las cuentas, los limites de las heredades, la historia local, las tradiciones, las sagas, los versos, las cuentas, los impuestos, las declaraciones de amor, las leyes, la farmacopea y el santoral, permanecieron —de una u otra forma— custodiados por la memoria de los paisanos.
Pero, al final de la cuarentena, ningún recuerdo volvió a ser lo que era.