Nunca llegué a sospechar, ni por un momento, del mayordomo, ni cuando me abrió la puerta con aire altivo aquella noche fría. Su mirada me recorrió con desaprobación de arriba a abajo, posándose en las manchas de mi gabardina recién adquirida.
¿El finado? En el estudio, cómo no, tras una velada ajetreada en la que, al parecer, no solo volaron los cuchillos figuradamente.
La sobrina, un mar de lágrimas. ¿Por qué, si iba a heredar una fortuna? Desde luego, era demasiado enclenque como para cometer aquella sangría.
Enseguida descarté que el cuñado, “el Petulante”, pudiera hacerlo. Aunque se había arruinado por culpa del ahora difunto, las arcadas al ver la sangre fueron bien reales.
La viuda, “el Saurio”, intentó engañar a mis células grises con sus lágrimas. ¿Culpable? Sin duda, pero de asesinato lento a base de críticas y desaprobaciones.
Un pequeño detalle delator exculpó al yerno. ¡Elemental! Digo… ¡Emmental! Ese olor no engaña a nadie.
Tampoco creí que fuera su mejor amigo, “el Voluptuoso”, puesto que, como bien supuse, nadie cuestionaría que mi gabardina me quedase pequeña por habérsela quitado a toda prisa a aquel detective borracho tras librarme de él.
Al final, va a ser cierto que el delincuente siempre vuelve a la escena del crimen.