LA ESPADA DE DAMOCLES
Daniel Mesa Ulpiano | DanielyOliver

Alberto Prieto continuó su lento caminar por el pasillo hasta alcanzar la cocina. Una vez allí, sacó un cigarrillo de la pitillera y lo encendió junto a una diminuta ventana orientada a un patio interior. La víctima, un hombre de unos cincuenta años, había fallecido de una puñalada en el corazón. Fue su hija de catorce quien alertó a la policía de lo sucedido. Al parecer, dos encapuchados entraron en el domicilio, sustrajeron algunas joyas y, cuando su padre trató de enfrentarse a los asaltantes, recibió una puñalada directa al corazón que acabó con su vida en el acto.
Cuando llegó a la escena del crimen, un apartamento ubicado en un barrio de clase media de Sevilla, comprobó que la puerta de entrada no había sido forzada. Anduvo por el piso antes de ir al lugar donde se hallaba el cadáver y, durante el recorrido, despertó su curiosidad la exigua decoración que había en el domicilio. No advirtió adornos en paredes ni tampoco en muebles, y solo encontró una foto en la mesita de noche de la víctima en la que aparecían padre e hija. La instantánea parecía reciente, y en ella el padre besaba con pasión la mejilla de su hija mientras esta miraba a cámara de una forma que él, como agente, ya había visto con anterioridad en otras niñas.
Sobre la cómoda situada a los pies de la cama, se encontraba el joyero abierto con alguno de los departamentos vacíos, aunque aún contenía pequeñas piezas de oro y un reloj. La habitación de la hija era igual de lúgubre que el resto del piso, pintada en colores oscuros y exenta de pósteres o muñecos de peluche.
En el salón se hallaba el cuerpo de la víctima tumbado en el suelo en posición decúbito supino con un cuchillo clavado en el corazón. En un primer examen ocular no detectó marcas de defensa en las manos ni tampoco observó signos de lucha en la habitación. La hija, acompañada en todo momento por una psicóloga del Samu, mantenía la cabeza gacha y la mirada esquiva.
—Hola, soy el oficial Prieto, la persona al frente de la investigación —dijo, ofreciéndole la mano.
La chica sacó la suya de la manta isotérmica que le cubría el cuerpo y se la estrechó con timidez. Luego volvió a cobijarse bajo ella, pero Prieto tuvo tiempo suficiente para certificar sus sospechas. Advirtió marcas de rozaduras en las muñecas de la chica y unas diminutas gotas de sangre en el cuello. Bajo el pijama, la redondez de sus pechos y el bulto de su barriga no le dejaron dudas.
Intercambió con ella solo unas pocas palabras más antes de ir a la cocina. Mientras miraba el patio interior, recordaba el rostro de otras menores que habían pasado por el mismo infierno que aquella niña. Hasta ahora, y durante sus más de veinte años de servicio, siempre había actuado acorde a la ley, pero ¿debía continuar haciéndolo?