—Estoy seguro de que lo que diga no es admisible como evidencia en el juicio, detective. ¿Por qué no mejor me deja ir y hacemos como si nada de esto hubiera pasado? —dijo, alternando su vista entre sus manos y sus pies atados.
Lo miré en silencio, esperando a que se diera cuenta de que el juicio está sucediendo ahora mismo.
—¿Por qué lo mataste? —pregunté otra vez.
Cerró los ojos y suspiró frustrado.
—Me trae inconsciente a un lugar que, claramente, no es la estación de policía y me hace estas preguntas que sabe no voy a contestar. Nos conocemos, detective, bien sabe que no voy a confesar.
—Porque te conozco sé que entiendes lo que está pasando.
—¿En el sótano de su casa?
Asentí.
—¿Quiere escuchar mi recomendación? Lléveme a un bosque y coloque una sábana en el suelo, como si fuera un picnic. Me obliga a arrodillarme y dispare desde atrás, de esa forma las salpicaduras quedarán en una sola superficie. Recoge la sábana y… Bueno, usted sabe lo demás.
—Lo tendré en cuenta —dije mientras prendía un cigarrillo. Apunté el filtro en su dirección.
—Y si me voy a morir, qué más da. —Se arrastró hacia mí como una oruga. Alejé la vista por un segundo. Sentí un agudo dolor entre el pulgar y el índice, me había mordido el maldito. La sangre se escurría por su mentón; con una sonrisa mostró sus dientes enrojecidos.
Empuñé mi revólver en la mano que mordió y apunté a la entreceja.
—Hazlo de una buena vez —bramó. Se arrastró de rodillas y pegó su frente al cañón del arma.
—Todavía no. —Bajé el revólver.
Nos quedamos en silencio un rato, contemplando nuestros destinos: él, un perro con rabia a punto de ser sacrificado; yo, el veterinario devenido carnicero.
—¿Y qué más podía hacer? Cuando trabajas en este gremio se recibe una orden y se cumple.
—¿Quién dio la orden? —continué.
—¿Por qué estamos jugando este juego? Reconocí su voz desde el saludo.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—Porque creí que había un acuerdo entre ambos, usted me pagaría, yo haría desaparecer su problema. Recibí el pago, estábamos a mano.
—Sabías que encontraríamos el cuerpo. Sabías que me asignarían el caso.
Sonrió mostrándome sus dientes, todavía escarlatas.
—¿También investigará mi homicidio?
—Probablemente.
—¿Y a qué conclusión llegará? ¿Suicidio? ¿Defensa personal? No son malas ideas.
—No, las ataduras dejarán una huella. Sería más verosímil un ajuste de cuentas entre enemigos. Estoy seguro de que tienes varios. Alguno encajará el perfil.
—¿Y qué está esperando, detective?
—Nada.
Disparé.
Lo recogí en una sábana, como me recomendó, y dispuse de su cuerpo en el río, como debió hacerlo él.
Ahora estábamos a mano.