El ricachón infiel, una persona non sancta dueño de una más que considerable fortuna fruto de oscuros negocios, me había contratado para seguir a su amante de la cual sospechaba también infidelidad. Dijo que la encontraría en la Plaza de la Constitución, sentada en un café al aire libre, vestida con un abrigo de color rosa y una boina parisina, y luciendo llamativas joyas sobre su esbelto cuerpo. Y sí, allí estaba la susodicha tal como me informaron.
Mi cliente, un hombre demasiado poderoso y peligroso, ordenó que debía “asustar” al amigo de su amante. Y que si este no cedía a la presión, entonces eliminase a su rival sin dejar rastro de él sobre la faz de la tierra.
Me atrincheré en un local aledaño, camuflado entre un montón de turistas recién desembarcados de un crucero. Pedí un ruso blanco con leche desnatada y su justa medida de vodka, lo suficiente como para achisparme pero sin caer en el letargo. Desde allí continué espiando a la fémina. Era sin lugar a dudas una de esas mujeres que no están al alcance de cualquier hijo de vecino, sino de quien pudiese y estuviese dispuesto a satisfacer todos sus deseos, desde el más banal hasta el más sublime.
Ella abandonó su mesa dejando una generosa propina que le alegró el día a la camarera, la cual ocultó la gratificación extra en su escote para no depositarla en el bote comunal. Conté mentalmente hasta cuatro y la seguí con extremo disimulo mientras se adentraba por las antiguas callejuelas del barrio de la judería. Comprobé que llevaba conmigo la manopla de acero, la navaja de dotación militar y la Walther calibre 22 que siempre me acompañaban en estas ocasiones.
Caminé a su zaga sin perder el contacto visual, observándola con admiración cual zoólogo a una rara y preciosa felina. Al doblar una esquina, entró en el portal de un edificio remodelado. Ya no había cabinas telefónicas donde poder ocultarme para continuar con la vigilancia. Así que busque un ángulo muerto de la calle para seguir viendo sin ser visto. El ocaso se tomó su tiempo para diseminar la penumbra. Pero al fin se hizo la noche y ella salió al balcón de su ático para apoyarse en la barandilla y contemplar los alrededores. Esperaba a alguien, pero después de un rato (era de esas mujeres que no esperan mucho) desistió y volvió a entrar a su glamoroso refugio urbano. El esperado no llegó. Entonces, en ese mismo momento, tuve muy claro lo que, debido a mi oficio, tenía que hacer.
Esa noche me auto lesioné con el fin de cobrar mis honorarios y no volví a ver a aquella mujer… Pues de lo contrario hubiese tenido que suicidarme para poder cumplir con mi trabajo, al descubrir que ella era la chica con la que yo llevaba saliendo desde hacía veintidós noches.