Tanto la esposa como su abogado se habían opuesto a exhumar el cadáver, ya había sido suficiente el dolor producido por el asesinato y esto era una manera de seguir removiendo pesares y también maltratando a quien bastante sufrió en sus últimos momentos de vida.
No se había encontrado el porqué, ni la posible relación con alguien que hubiese querido matarlo por alguna deuda, celos u otra causa de las que generalmente desataban las pasiones que llevaban a dar muerte a otro.
Yo lamentaba profundamente el sufrimiento producido a la familia con este procedimiento realizado para intentar resolver los casos, más uno como este que durante seis meses nos había mantenido en la comisaría sin poder dormir. Para los deudos era innecesario y excepcional, para mí bastante común en mi trabajo de policía.
Cuando llegué el sepulturero ya estaba allí, esperando con la pala y el pico, presto a realizar lo que formaba parte de su cotidianidad, aunque normalmente metía, no sacaba muertos. Fue como si yo no existiese.
Esa profesión hacía que la gente se impregnase de un halo de misterio, parecía que de tanto trabajar con la muerte, esta no los abandonaba y se les quedaba impregnada en el cuerpo y en el alma, eran como espantos.
Cinco minutos después llegaron el juez, el forense y el fiscal, vinieron juntos, siendo extraño porque frecuentemente había que esperar a alguno de ellos para comenzar.
El juez saludó con parsimonia, aburrido, esto no le producía ningún tipo de emociones. El forense con un cigarro en la boca y los ojos perdidos en el mundo de Hades y el fiscal excitado, ansioso, habiendo promovido esta acción que creía daría un vuelco al caso.
El sepulturero hizo un gesto con la cabeza preguntando si comenzaba, por lo general eran gente de pocas palabras, como si no quisiesen desperdiciarlas. Al unísono el resto afirmamos también con gestos. Se hablaba con el silencio de las señas.
El ambiente era frío, una brisa cortaba la piel creando el escenario perfecto para lo que estábamos a punto de ver, esa cara de pánico que se le quedaba a todo aquel que había sentido entrar y salir repetidamente la hoja de un puñal.
Vinieron otros trabajadores del cementerio para ayudar a sacar la urna, el vehículo del centro forense se alineó para introducir el cadáver una vez estuviese fuera del ataúd. El olor fétido, combinado con la tierra húmeda se hacía nauseabundo.
Al levantar la urna se dejaron ver gusanos y cucarachas corriendo sin cesar hacia ninguna parte y llegó el peor de los momentos, abrir la tapa del ataúd y sacar el cuerpo teniendo cuidado para que no se desintegrase con el trajín.
Cuando se levantó la compuerta del féretro y fue visible el cadáver nadie se impresionó, ninguno pareció ver algo que no fuese lo que esperaban, todo era normal, excepto para mí, porque el muerto que yacía allí desfigurado por la angustia y el dolor era yo.