—Buenos días —saludó una voz masculina que sacó bruscamente a Daniel de su cosmos de cajitas de cartón.
—Buenos días. ¿En qué puedo atenderle? —respondió preparado para asimilar cualquier pregunta obtusa.
—Necesito: tornillos, clavos, alcayatas, chinchetas, tachas, punchas, tuercas y grapas.
—¿Cómo las quiere? ¿Grandes, chicas, medianas, con boca ancha, estrecha, alargadas, puntiagudas, hexagonales, en estrella o con cabeza plana? —le respondió repasando el contenido de todas las cajitas que acaba de ordenar.
El cliente lo miró desconcertado.
—¿Quizás sea usted… engreído, impertinente, consentido o inepto? —dijo molesto el cliente
—Soy zurdo, señor —afirmó Daniel orgulloso.
—¡Ah! Por eso ve usted el mundo de color rojo…
—¿Cómo lo sabe? ¡Mi color favorito es el rojo hierba! ¿Puedo hacerle una pregunta?
—No dispongo de mucho tiempo, pero adelante.
—¿Por casualidad usted es ingeniero, arquitecto, albañil, carpintero, fontanero, electricista o tal vez filósofo aficionado?
—No. No tengo nada que ver con esas alternativas profesionales que usted propone. Soy médico, y por su aspecto deduzco que usted es un goloso empedernido.
—¿Goloso? ¿Qué le hace pensar eso? —quiso saber Daniel con los ojos abiertos como dos tazones.
—Su cara, joven, su cara. Con una simple ojeada podría afirmar, sin temor a equivocarme, que usted se moriría de gusto por comerse ahora mismo unos suspiros, algún huesito de santo, unas yemas de Santa Teresa o unas tetillas de monja.
—Le ruego, por favor, que esto quede entre nosotros —le suplicó Daniel en voz baja—. Por favor, dígame cómo ha podido llegar a esa conclusión.
—Es sencillo. Se trata de variables muy sutiles —le respondió el cliente con mirada arrogante.
—¿Cómo qué señor?
—Pues… Su origen, estatus, inteligencia, estudios, ideología, creencias y prejuicios —enumeró deletreando cada palabra hasta casi el hastío.
—Vaya. Nadie antes había descubierto mi mayor secreto.
—No se preocupe. Está usted delante de un adalid de la discreción y el decoro. En general soy de pocas palabras, sobre todo, entre gente conocida.
—Perdone que le haga una pregunta. ¿Qué actitud cree usted que yo debería adoptar ante semejante artilugio? —dijo señalando un destornillador.
—Para clavar, atornillar, enroscar o golpear solo hay que tener maña— le dijo Daniel en tono confidencial.
—¡¿Cómo?! No creo que sea merecedor de semejante insolencia.
—No pretendía ofenderlo, señor.
—Me extraña. Esa cara de goloso lo delata. Espero una explicación, una disculpa, un acto de contrición y, sobro todo, propósito de la enmienda.
—Lo siento mucho, pero ese tipo de mercancía no coinciden con el género que aquí vendemos.
—¿Entonces qué me sugiere?
—Lo invito a unas cervezas para limar nuestras asperezas.
—Mmmm… Pensándolo mejor… Deme un serrucho, y dígame cuánto le debo.
El cliente caminó en dirección a la salida acariciando al serrucho como si fuera un gato colgado de un brazo.
—Por cierto —dijo desde la puerta—. Le sugiero que se pase por la pastelería «El Empalago» y pruebe unas milhojas con crema de chocolate.
—Espere un momento — gritó Daniel desde el otro lado del mostrador.
El hombre se detuvo y esperó.
—Señor, ha sido todo un honor conocerlo. Por favor, acepte este regalo —le dijo Daniel mientras le hacía entrega de un destornillador.