No éramos amigos, nuestra relación era estrictamente profesional. Acudía una vez al mes a mi casa y yo escribía todo lo que él me narraba. Siempre me intrigó cual era el motivo que movía a aquel extravagante investigador a regalarme aquellas historias tan sorprendentes como inquietantes a cambio de nada. Tal vez de ese modo se liberaba de sus demonios… De todas aquellas monstruosidades que, junto a mí nada desdeñable prosa, me convirtieron en uno de los más elogiados escritores de la capital francesa. Tres décadas cosechando prestigio hasta que una oleada de guerras mundiales sumió el mundo en un completo caos destruyendo todo lo que merecía ser amado.
Aquellas tardes siempre discurrían igual; yo le invitaba a tomar algo, él rehusaba la invitación y daba comienzo a sus historias repletas de giros inesperados, armas manchadas de sangre y cadáveres mutilados… Todas menos una. Aquella primaveral tarde cargada de dientes de león, que flotaban por el ambiente haciendo de todo una especie de ensoñación, nuestra literaria reunión, que versaba sobre unas misteriosas desapariciones de modelos aún sin resolver, quedó eclipsada por el grito desesperado de una mujer que nunca supe como dio con nosotros. Jean acudió a interesarse por la causa de su estridente delirio y durante largo rato conversó con ella.
Después de unos eternos minutos en los que llegué a exasperarme, los ruegos de la histérica señora cesaron y, tras lo que pareció un suspiro de alivio, Jean Hesíodo, que ese era su singular apellido, entró y enseguida comprendí que nuestra reunión debería verse aplazada, pero, para mi absoluto desconcierto, me convidó a dar un paseo; una aburrida hora caminando sumidos en el más absoluto de los silencios hasta que nos paramos frente al taller de un artista.
-Aquí se dirigía el hijo desaparecido de la mujer, tal vez sepan algo -no comprendí por qué extraña razón me había invitado a acompañarle, pero con gusto esperé a que hiciera sus averiguaciones mientras me deleitaba contemplando las extraordinarias estatuas helénicas. Una medusa gigantesca, que presidía el patio y cuyas serpientes acechaban a todo visitante, creaba la sensación de haber viajado a uno de esos mitos en los que tantas noches amaba sumergirme.
-Lamento haberte hecho perder el tiempo… aquí no hay nada. Es cierto que vino, pero no contento con los precios se marchó –escuché a mi espalda mientras me percataba de que en todas las obras había algo anómalo: la velada forma de un reloj, de unas gafas… Por no hablar del perturbador realismo de todos esos rostros… El temor de Perseo, la angustia de Ulises, la desilusión de Ícaro… …
-Normal que sea costoso, ¿has visto qué crudeza? ¡Es un genio! Parece que haya cubierto de arcilla al propio modelo -contesté maravillado.
Jean sonrió y, tras hacerme callar con un sutil gesto, comprendí que mi curiosa mirada de escritor había dado con el enigma del relato que esa misma tarde no pudimos acabar de escribir por la entrometida visita de la mujer.