La gorra roja
Amparo Saborido | Amparo Saborido

Veía su cuerpo en el suelo, con la sábana blanca cubriéndolo. No podía comprender cómo observaba aquella situación cual espectador, siendo el propio protagonista. Se encontraba en el centro del enorme salón de su chalet. Su cuerpo, ya sin rastro alguno de vida, yacía encima de la alfombra. La sangre esparcida por el carísimo cuadro que colgaba de la pared le hizo recordar lo que había ocurrido tan solo un par de horas antes. Entró, como cada noche, al salón para fumar uno de los puros que guardaba en la caja caoba. Notó el aire frío que movía levemente la cortina del ventanal que daba acceso al jardín. Sin darle mucho tiempo a acercarse, sintió la presencia tras él. Al girarse, allí estaba. Dentro de su vivienda. La sombra con una enorme gorra roja. En la mano llevaba una pistola con la que le apuntaba. Un ruido ensordecedor le hizo caer. Y dolor… mucho dolor hasta que dejó de sentir. Y, de repente, se encontraba observándose en el suelo. Se asomó con la ligereza de un pájaro hasta la valla del jardín desde la que veía la calle. Coches de policía con luces de neón encendidas y muchos curiosos amontonados en su puerta. Panda de estúpidos, con cuerpos llenos de vida malgastando minutos en ver un cuerpo muerto. Entonces, lo vio. Con esa gorra roja. Era él. No había duda. ¿No podía gritar? ¿Ya nadie le escuchaba? Su asesino estaba en la misma puerta y la policía no podía reconocerlo. Ni él mismo lo reconocía. Intentó acercarse, pero le era imposible alejarse de su jardín. Una línea invisible le inmovilizaba dentro de los límites de su vivienda. Estaba atrapado en un laberinto sin escapatoria.

Miraba la actividad incesante de los policías. Era tal y como lo imaginaba. Lo veía muchas veces en su serie preferida, mientras comía una pizza fría que había sobrado en el restaurante donde trabajaba como repartidor, sentado en el sillón de la minúscula habitación del piso de su madre. Con más de cuarenta años, seguía viviendo con ella. Una vieja amargada a la que estaba obligatoriamente unido para siempre. Pero él tenía sus sueños y esperanzas. Y quería ser el protagonista de su capítulo. Quería saber lo que se sentía siendo el poderoso dueño de la vida de aquel empresario rico de sonrisa estúpida, que cada cierto tiempo pedía pizzas a domicilio para sus hijos. Era insufriblemente perfecto. Con su casa perfecta, y su mujer perfecta y su vida perfecta. Así que aquella noche, al salir de trabajar, aún con su gorra de repartidor puesta, decidió saltar la valla y ser el dueño de la perfección. Intuía que, al llegar a su pequeña habitación, iba a disfrutar mucho al ver, como cada noche, el capítulo de la serie de asesinatos, tomando una porción de pizza fría. Fría como el cadáver que yacía en el salón.