La gota que cae, que suena.
Desde hace un rato la escucho. No sé cuánto.
Entra poca luz a la sala —o celda— y solo veo siluetas.
Cuando cae la gota, salpica en mi zapato. Se expande por mi empeine. El suelo sostiene mi posición incómoda: brazos atados hacia atrás.
La gota no deja de sonar. Mi zapato sigue mojándose.
Como todos los viernes por la tarde, yo iba a su casa. Vi una moto, pero ya era tarde. Tres pares de manos me cogieron por la fuerza, me tiraron al pavimento y me esposaron. Llevaban uniformes verdes.
—¡Me llamo Gabriel Tristán!, alcancé a gritar mientras forcejeaba.
Había pocas personas en esa callecita. Llevaban mochilas. Al interior, botellas de agua con bicarbonato, pañuelos y banderas tricolor, Santísima Trinidad ante las bombas lacrimógenas que cubrían la ciudad. Yo no iba con ellos. Solo iba a su casa, como todos los viernes por la tarde.
Moví mi pie. Ha dejado de mojarse. Hay otros en la sala. Escucho rezos murmurados y llantos oprimidos. Conocemos el modus operandi: secuestrar, torturar, inculpar. Es un saber censurado, como otros en este país.
Uno de los uniformados se acerca y escupe. Si no hubiera movido mi pie, me hubiera escupido en él. La gota, al caer, lo hubiese limpiado.
—Escuálido, ¿vas a comer?, me grita. Niego con la cabeza, sin levantar la mirada. El nudo en mi garganta me ataruga.
Me he acostumbrado al hormigueo en mi cuerpo. De golpe, se abre una puerta. La luz bordea un cuerpo uniformado. Sus botas de cuero negras se acercan.
—¿Qué pasa, majuche? ¿’Tas cagao’?, pregunta, burlón. Siento un jalón en mi brazo. Me pone de pie. Tambaleo. Mi pierna duele. Forzosamente, me lleva fuera de la celda.
—¿A dónde vamos?, me atrevo a preguntar en voz baja.
—Ese no es peo tuyo.
Todo es blanco: paredes, luces, sillas. Hay uniformes verde oliva por doquier. Un gran ventanal me permite reconocer el sitio: la sede central de la policía nacional.
De ahí se sale muerto, o no se sale, he escuchado decir.
Los olivos conversan.
—Estás jodido, ríe uno de ellos.
Mis manos sudan.
—¿A dónde vamos?, repito con más fuerza.
Las botas se detienen.
—Te dije que no es tu peo, responde con más fuerza.
Nos detuvimos cerca de la ventana. Está abierta. El nudo en mi garganta crece. Levanto mi rostro por primera vez. Lo veo a los ojos. La rabia me invade. Brusco, me suelto de su agarre. Su rostro se endurece.
—¿Te vas a alzar?, dice.
Sin pensar, lo empujo. Mis manos forman puños. Ataco. Los demás olivos se lanzan sobre mí. Intento defenderme, pero los golpes son fuertes. Seguimos cerca de la ventana. Es una pelea perdida. Un impacto en mi sien me desestabiliza. Reculo. Lo último que siento: un par de manos que me empujan.
El gobierno lo llama suicidio.
Los periódicos, una muerte sospechosa.
Mi nombre era Gabriel Tristán. Y solo iba a su casa, como todos los viernes por la tarde.