A las seis de la mañana la niebla aún no se había dispersado en aquel lúgubre lugar. Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre las lápidas de piedra. El comisario Ramírez y su ayudante fueron los primeros en acceder al cementerio. Buscaron la tumba de la señora Carlota. Minutos más tarde llegaron los dos testigos, su único sobrino, Andrés Olmedo, y su abogado; que acudió dado que la policía consideraba a su cliente como principal sospechoso del asesinato de la anciana.
Se desenterró el féretro y se exhumó el cadáver. Ramírez observaba cada gestó de Olmedo, que entre los cipreses, las tumbas y los panteones, parecía muy afligido por el dolor en que le sumía aquella situación. No se apiadó de él, al contrario, no podía evitar pensar que se trataba de un hombre ruin, que, de algún modo oscuro, había logrado heredar los bienes de su tía materna, una viuda con un cuantioso patrimonio. Nadie había sospechado que aquella muerte hubiera sido provocada, hasta que perecieron otras dos mujeres en insólitas circunstancias.
El sobrino, un hombre de gesto adusto y de carácter poco social, trabajaba en una empresa de artes gráficas. Se mantenía con un salario precario, tras haber dilapidado la herencia de sus padres. Gracias a que vivía en el primer piso de la casa de sus tías y se encargaba de las gestiones de contabilidad de sus bienes, podía ir sobreviviendo modestamente con un extra semanal que las ancianas le entregaban.
Las tareas de la casa las realizaba Ágata, una cuidadora de origen andaluz. El fallecimiento de esta ocurrió cinco días más tarde que el de doña Carlota y su hermana Eleonora. Aquello disparó todas las alarmas de la policía. El único que había tenido contacto directo con las tres había sido Andrés. Los investigadores registraron toda la casa, pero no se encontró ninguna pista. Decidieron realizar una autopsia al primer cadáver. Se constató que el fallecimiento se debió a una insuficiencia cardiaca y se estimó que el cuerpo tenía rastros de veneno. Sin embargo, no tenían prueba alguna de la implicación de Olmedo, por lo que este permanecía en libertad.
El día del entierro de la cuidadora Ágata, que se confirmó que también había muerto envenenada, Andrés acudió al sepelio observado de cerca por el comisario Ramírez. El presunto homicida, al ver a la hija de la fallecida rezando con un rosario entre sus dedos, se echó a llorar y lanzó un grito de terror:
—No, la niña, no. ¡El rosario, quítenle el rosario!
Dos horas más tarde, en comisaría, Andrés Olmedo confesó con desazón que envenenó a su tía Carlota, sustituyendo las cuentas de madera de su rosario, por las bayas negras de la venenosa planta belladona. La muerte de su tía Eleonora fue involuntaria y se produjo de manera fortuita cuando esta utilizó el rosario envenenado de su hermana. Lo mismo aconteció con la desafortunada Ágata.