LA HUIDA
Gregorio Fernández García | Klausman

Corro exhausto mientras mi hombro sigue ardiendo. Suerte que aquel policía fallara. Yo lo tuve más fácil disparándole a la cara a escasos centímetros. Pero mi compañero está peor que yo. Una bala en la barriga y por mucho que corra, ya empieza a ser un lastre. Hemos llegado a las afueras por un bosque, pero están cerca. A este ritmo no tardarán en cazarnos. Mi compañero me mira y me pide que siga. Se esconderá por allí. Pero no puedo arriesgarme. «Tranquilo, sabes que nunca contaría nada», me dice. «Lo sé, nunca lo vas a hacer», le contesto mientras le apunto a la cara con el arma. Boom. Me limpio la sangre y los restos que me han salpicado, aunque con mi herida y las horas huyendo, mi aspecto tiene poco margen de mejora.
Está anocheciendo y necesito algún refugio. Las fuerzas empiezan a fallar y creo que ya ando perdido. Al fondo entre unos árboles veo una luz. Me acerco y reconozco una casa de campo. Con mucho sigilo llego hasta una ventana y veo una cocina donde una anciana está picando verdura. Al poco sale de allí y enciende una luz en otra sala. Me arrastro por el suelo hasta la siguiente ventana, y ahora la veo poniéndose una rebeca y sentándose en un sofá. No parece que haya nadie más en la casa, pero tengo que arriesgarme o no llegaré vivo al amanecer. Llamo a la puerta. Cuando abre y me ve, lejos de asustarse, me sonríe. «¿Me puede ayudar? He tenido un accidente y necesito algo de cura hasta que consiga ir a un hospital». Sin apartar la sonrisa me hace un gesto para que entre. Parece delicada y si está sola, será una presa fácil y aquel un escondite perfecto. La veo desaparecer y aprovecho para evaluar mis opciones. Me queda alguna bala pero quizás sea mejor usar navaja. Menos ruidoso. Solo necesito que venga con el botiquín, lo demás será pan comido. «¿Señora?» Ando por la casa pero parece haberse esfumado. Saco la navaja y la escondo bajo la manga. «¿Señora?» Cuando llego al final del pasillo, noto un cuerpo detrás de mí. Me giro y veo a la anciana con los ojos enrojecidos y llenos de ira. Sin tiempo para reaccionar, solo escucho «¡por fin has venido!» antes de que una barra me golpee y me pierda en la oscuridad.
Cuando me despierto estoy atado a una silla y noto un olor nauseabundo. Miro de reojo y veo varias sillas con cadáveres en descomposición. Intento vomitar. En lo alto de una escalera una puerta se abre y una imagen borrosa baja los escalones. Se acerca, me agarra del pelo y veo a la anciana tapándose la nariz con un pañuelo. «Te fuiste sin decirme nada. Pero ya estás con mamá. Yo te cuidaré. Como a tus hermanos», dijo señalando los cuerpos. La veo irse y una náusea me dice que ya estoy en el final de mi huida.