LA INFIDELIDAD
Luis Aleixandre Giménez | Mala sombra

El agua desborda el ala del sombrero y se precipita sobre el pavimento del callejón. El detective Galindo está de pie, tras un contenedor de basura. La luz ambarina de una farola le permite distinguir el portal en el que ha entrado su objetivo. Un par de automóviles y una ristra de motocicletas de una empresa de mensajería permanecen estáticos bajo el aguacero. Un inesperado relámpago ilumina la fachada del hostal y Galindo posa la mirada en la ventana del segundo piso, la única que clarea en todo el edificio. Allí está ella, la esposa infiel que desahoga sus pasiones, a escondidas, con un joven al que doblaba la edad.
La luz del rótulo del establecimiento titila, como si el frío de la noche lo hiciera temblar, y el detective, con la mirada perdida en los reflejos desdibujados de los charcos, ahonda en el asunto que lleva entre manos. Es, sin duda, el más delicado de cuantos ha participado.
A media tarde, la mujer a la que debía seguir abandonó el hospital en el que trabaja, y Galindo, oculto bajo el sombrero y las solapas de su gabardina, se convirtió en su sombra. Bajo un llamativo paraguas de colores había cruzado la avenida. Dentro de un bar de copas le esperaba un apuesto joven que intensificaba el brillo de sus ojos y le arrancaba sonrisas inextinguibles.
El reloj de su muñeca le indica que se acerca la media noche, la hora en que cenicienta perdió su zapato. Al levantar la vista, Galindo los ve salir del portal. Sonrientes. Abrazados bajo el vistoso paraguas.
Tiene el tiempo justo.
El detective espera a que doblen la esquina e inicia una carrera bajo la lluvia. Llega a su coche jadeando. Entra, arranca el motor, pone primera y pisa a fondo el acelerador. Las ruedas patinan sobre el asfalto mojado y el investigador pierde el control del vehículo, que se empotra contra un automóvil aparcado.
«¡Joder!», maldice, «tengo que llegar antes que ella».
Se desentiende del accidente, no hay tiempo para notas en el parabrisas. Ve salir un humillo blanco del capó, pero aun así da marcha atrás y acelera. Doscientos metros más adelante el motor dice basta. Abandona el coche y emprende una frenética carrera contrarreloj. Cruza calles y recorre avenidas bajo el aguacero. Pierde su sombrero, pero ni así se detiene. «No lo conseguiré», piensa al divisar a lo lejos el edificio donde vive.
Está exhausto.
Vuela sobre los escalones. Entra en casa. Se quita la ropa empapada y se pone el pijama. En ese instante se abre la puerta del apartamento y entra su esposa con un paraguas de colores en la mano.
―Hola, cariño. ¿Aún no te has acostado?
―Me he levantado a por un vaso de agua. ¿Todo bien en el trabajo?
―Sí, solo estoy un poco agotada. Será mejor que descansemos.
En la oscuridad de la alcoba, abrazados bajo las sábanas, ella duerme plácidamente sin saber que un ángel guardián vela por ella durante sus infidelidades.