Cierto día de abril vino un fraile en harapos a devolvernos el favor que le habíamos otorgado: resolvió matar a mi abuela.
Esta historia se remonta a años atrás, en época de posguerra, mientras unos vivían miserias, a otros parecía no importarle lo más mínimo y podían dormir plácidamente entre algodones.
Resulta que mi abuela siempre andaba de aquí para allá, sin que supiésemos nunca dónde se dirigía, y nos habíamos acostumbrado tanto que ese día no fue la excepción y tampoco se le ocurrió a mi madre preguntarle a dónde se dirigía con tanta prisa: Gran error.
Eran las 7 de la mañana y ya habíamos dado de comer a las gallinas, hecho las camas y demás tareas del hogar cuando apareció ella de repente y nos sacó de los quehaceres agarrándonos del brazo lo más fuerte que pudo. ¡Me haces daño!- le grité, pero mi abuela se limitó a correr más aún hasta que tropecé porque mis piernas no eran tan ágiles – ¡Deja de caerte! Vas a hacer que me retrase. – Exclamó recogiéndome del suelo con despecho.
Sentí que era un estorbo así que me apresuré lo más rápido que pude y al fin conseguimos llegar.
Y allí estaba él: era el mismo fraile que les mencioné anteriormente pero que todavía no conocía. Sostuvo nuestras diminutas manos, nos miró con ternura y nos llevó hacia otra familia: acabábamos de ser vendidas por mi propia abuela.
Como éramos muy pequeñas todavía, nos acostumbramos a tener nuevos padres y nuestra vida transcurría en un manto de oro y caprichos por doquier hasta que, ya mayorcitas, este fraile tocó la puerta y nos llevó de ahí, muy a pesar de nuestros padres que lloraban sin cesar, nosotras también llorábamos de pena pero nuestra nueva pero vieja madre, lloraba de alegría extrema. ¡Niñas, mis niñas! – Entonces fue cuando la reconocí. Estaba muy deteriorada por los años pero tenía los mismos ojos que recordaba de cuando éramos pequeñas. Miriam me miró extrañada y no entendía nada pero teníamos una conexión especial que hizo que se diera cuenta en seguida. ¡Mamá! – exclamó al final cayéndose rendida en los brazos de su madre. Todos miramos al fraile y a mi abuela con ganas de una explicación. Pero en vez de eso, sacó un cuchillo y apuñaló a mi abuela.
Nuestro llanto se transformó de alegría en rabia y dolor. Si tan sólo hubiésemos entendido el por qué lo hizo quizás no lo hubiésemos juzgado tan mal.
El mayor demonio era mi abuela: pues había emparejado a su propia hija con su sobrino para tener un nieto y que los genes se mantuvieran «puros». Pero él al descubrir que eran primos decidió encerrarse en un monasterio y no tener que ver con la vida terrenal. Por eso al pedirle mi abuela que llevara a dos huérfanas a una buena familia no se negó y le ayudó sin rechistar. La abuela sólo se quería librar de nosotras porque no éramos varones. Su linaje estaba perdido.