La inspectora
Alejandro Hernández López | Andalán

No había dormido bien. La inspectora se había levantado varias veces sorprendida de estar sola en casa y dándole vueltas a lo que estaba por suceder.
Reconocía cada paso dado en los últimos años hasta llegar a ese fin de semana. El anuncio, como siempre, mediante un ramo. El tipo siempre mandaba flores. Aunque no tenía ninguna prueba, la inspectora estaba segura de que era un hombre. Se lo imaginaba reducido, con la mirada siempre de perfil. Un tipo no muy mayor, extrañado de su propia existencia a la que había dado sentido a base de tropelías. Pobres críos. Un completo majadero.
Por suerte, Carlos se había llevado a los niños lejos de la locura que iba a ser el fin de semana. Porque el anuncio del asesino era claro: vuelvo el sábado a la ciudad, me encontrarás en el mercado. Lo había mandado el lunes, acompañado de un ramo de tulipanes blancos, siempre eran tulipanes de un blanco tan pulcro que llegaba a amedrentar. Se los mandaba a ella porque su juego estaba dirigido a la inspectora. Nunca había revelado tanta información. Siempre daba pistas, pequeñas indicaciones que les hacían dar tumbos hasta encontrar los cadáveres, pero en aquella ocasión era claro: iría el sábado al mercado. Y el asesino no debía salir de allí bajo ningún concepto.
Aquel hombre se había convertido en una obsesión. El asesino había surgido una mañana en forma de ramo en su despacho con sus compañeros haciéndole bromas. Lo primero que pensó la inspectora fue en llamar a Carlos para echarle la bronca por aquel envío tan poco sutil y que, inevitablemente, minaba su autoridad en la comisaría. Sin embargo, observó el ramo con detenimiento hasta dar con la foto. Esa fue su primera víctima. La inspectora recuerda perfectamente cómo se le cayeron las flores al suelo ante la imagen de una niña de apenas diez años con las manos amputadas. La encontraron dos días después en un pueblecito de la montaña, en un viejo corral abandonado. Nadie había visto nada.
Antes de abandonar la casa llamó a Carlos. Luego habló con sus hijos y se sintió un poco mejor. Estaban felices. Después de varios años, Carlos ya era parte de la familia y tenía muy buena mano con ellos. Le prometió que aquella locura iba a acabar, que cogería a ese hijo de puta costase lo que costase.
—Todavía no te has marchado, ¿verdad? —le preguntó Carlos.
Ella le dijo que no, que estaba terminando el café. Justo entonces tocaron el timbre de casa. La inspectora se sobresaltó y le dijo que le dejaba, que sería algo urgente.
—Seguro que luego hablamos —escuchó que le decía.
Abrió sin mirar. Enfrente la cara amable de su vecina. Le caía bien. Ella, sin decir una palabra, le tendió un ramo de tulipanes.
—De parte de Carlos —le dijo guiñando un ojo—. Menudo detallista te has buscado.
Había dos tulipanes rojos. El resto blancos, como siempre.