La isla al atardecer
María Jou García | Richard Poole

Cuando el detective llegó a la isla hacía casi una hora que el barco había zarpado. Llegó en el bote que le había prestado un joven del pueblo y al pisar tierra no percibió ni una señal de presencia humana. Pero no estaba solo. Su chihuahua dio un salto para bajar del bote y cayó en el agua en lugar de sobre la arena. No tenía claro si a su perro le daba miedo el agua o sencillamente la odiaba. Por lo que fuera, acostumbraba a quedarse inmóvil cuando se mojaba, así que lo cogió y se lo puso bajo el brazo, como un balón de rugby. Con la otra mano agarró su maletín y, con los zapatos encharcados, comenzó a avanzar por la orilla. A los pocos pasos no pudo evitar girarse; había esperado a que el barco se alejara lo suficiente antes de ir, pero aun así se sentía intranquilo. Comprendió entonces que, al menos esta vez, la parálisis de su perro tenía un motivo de peso. Eran muchos los documentales que había visto como para no reconocer de inmediato ese tipo de aleta. A juzgar por su tamaño, el tiburón entero mediría como mínimo cuatro metros. Instintivamente se apartó un poco más del agua y su imaginación se disparó: apenas unos minutos antes, esa enorme masa de carne gris había estado moviéndose bajo su bote. No quería ni pensar en volver a la costa de noche con eso por ahí rondando, así que debía darse prisa y aprovechar bien las horas que le quedaban antes de que empezara a irse la luz.

Uno podría creer que no hay mucho de lo que ocuparse en una pequeña isla desierta. Pero eso no es cierto, y menos cuando hay que resolver cómo ha llegado hasta ahí un cadáver. Menos todavía si además primero hay que encontrarlo. La carta con el aviso había llegado a su casa dos días antes: “Encontrará el cadáver en la isla pasado mañana al atardecer”. Del barco solo se habían bajado dos hombres, sin ningún tipo de bulto, y habían vuelto a la media hora exactamente igual. Quizás el asesinato aún estaba por ocurrir, o puede que en cualquier momento llegara alguien más para deshacerse del cuerpo. En cualquier caso, era sensato explorar cuanto antes todos los rincones de la isla. No había tiempo que perder.

***

De camino a la costa, el más joven de los dos tripulantes repasaba obsesivamente su plan.

—Cuando se canse de merodear y regrese al bote, esperamos cinco minutos y activamos el dispositivo. Mi hermano no ha puesto mucha carga, la suficiente para que se parta el fondo. Al caer la tarde los tiburones empiezan a cazar y devoran todo lo que encuentran. Se acabaron los interrogatorios sobre lo del alcalde.

El más mayor sonreía con arrogancia.

—Ese idiota debe de creerse que vive en una novela de Agatha Christie o algo así. Solo ha venido a parar al pueblo equivocado.