LA ISLA
Daniel García Caro | D. Edwardsson

No puedo creer que todo sucediera allí.
Es un día de perros en Lekeitio, hace frío y el viento sopla con fuerza, apenas oía la voz de mi jefe cuando me llamó.
—Está muerto Edurne —me dijo—, es Ibai, aquel chorizo del pueblo que se dedicaba a traficar, le han destrozado la cara a pedradas. En San Nicolás.
—¿Pero qué demonios haces en la isla? —le pregunté— La mar cubre el malecón y es imposible pasar andando, y no habrá bajamar hasta dentro de unas horas —me contestó que salió esta mañana cuando el tiempo estaba más tranquilo, le eché en cara que no hiciera caso al pronóstico metereológico, todos sabíamos que iba a empeorar.
—Encontré el cuerpo cuando me disponía a volver, me entretuve y el tiempo me sorprendió. Las gaviotas se están cebando con él, me cuesta la misma vida espantarlas. Quiero pedirte algo, dile al intendente que no comience el rescate hasta que el temporal se calme, estoy bien así que no os arriesguéis, ya no se puede hacer nada por este desgraciado. ¿Me has entendido?
—Te he escuchado Andoni.
—Es una orden —insistió—. Otra cosa, pasa por mi casa y dile a Garbiñe que estoy bien. Mi teléfono se queda sin batería y se va a apagar —lo que faltaba, mi jefe custodiando un cadáver en una isla incomunicada y no puedo hablar con él.
—Pasa hija —Garbiñe y yo somos amigas desde hace años—, no cojas frío. Andoni no está, salió esta mañana —me extrañó que no le acompañara.
—Andoni me ha llamado —le dije para calmar la angustia que noté en su mirada—, ha encontrado el cuerpo de Ibai Mendieta.
—¿Está muerto?
—Tu marido dice que lo han matado.
—Por fin ha pagado sus crímenes, ese malnacido asesinó a mi hijo. Fue él quien le vendió la droga que lo mató de una sobredosis. Era nuestro único hijo, nunca lo hemos superado.
—Andoni quiere que sepas que está bien.
—Pero no contesta a mis llamadas.
—Se ha quedado sin batería.
—Es un desastre, anoche no cargó el móvil.
—Iremos a buscarlo cuando afloje el viento, no te preocupes.
El temporal comenzó a remitir por la tarde, el intendente Aguinaga y varios compañeros de la Ertzaintza hicimos la travesía hasta la isla en barco. Escalamos a la cima orientados por el incesante graznido de las gaviotas. Gritamos el nombre de Andoni sin descanso y sin respuesta y cuando llegamos a las ruinas del polvorín vimos aquel dantesco espectáculo.
Decenas de pájaros cubrían el cadáver picoteando su carne, cuando logramos apartarlas pudimos verlo con claridad.
Era el cuerpo de Andoni.

Años más tarde, en el juicio, supimos que Ibai advirtió que Andoni le seguía y decidió esconderse tras las ruinas del antiguo polvorín. Después escuchó la conversación que mantuvo conmigo y dedujo que pretendía matarlo así que lo cogió por sorpresa y lo asesinó tal y como mi jefe me había narrado.
Su hermano lo recogió en barco.
Alegó defensa propia.