Tras la confesión, los alaridos fueron bajando en intensidad. Poco a poco tornaron en ahogados gemidos. Un último estertor y, después, el silencio.
La inspectora Luisa Sierra detuvo la grabadora y extrajo la cinta magnética. Se quitó los grandes y mullidos cascos, cerró los ojos y se frotó las sienes sin quitarse los guantes. Llevaba gran parte de la noche escuchando una y otra vez los gritos del hombre, comprobando si había algo que delatara al torturador, algún sonido que indicara dónde se encontraban. Alguna pista.
Abrió los ojos. Su mirada recorrió la habitación y acabó deteniéndose en la foto sobre la mesilla de noche, junto a su cama: Pablo, ella y la pequeña Sofía, radiante de felicidad, cogidos de la mano, entrando en Disneyland París. Sus ojos se humedecieron.
Un movimiento en la habitación interrumpió sus cavilaciones.
— ¡Ah, Jano! Ven aquí, pequeñín —dijo agachándose y cogiendo a su gato—.
El gato ronroneó agradecido por las caricias y entrecerró los ojos, complacido. Luisa consultó su reloj, se sentó y encendió la radio. Buscó en el dial hasta que la encontró. La entrevista había comenzado ya:
—Comisario Espinosa, ¿está seguro de que hacen todo lo que pueden para detenerlo? Hay muchos ciudadanos que piensan que, al fin y al cabo, les está ayudando en su trabajo.
—Trabajamos sin cesar para detenerle, Ángels, no lo dude. Secuestra, tortura y asesina. El hecho de que sus víctimas sean presuntos pederastas y homicidas no es óbice para que dediquemos grandes esfuerzos en su detención. Sus víctimas merecían un juicio justo. Tenemos a nuestros mejores efectivos trabajando día y noche y esperamos en breve avances significativos que culminen en su arresto. Que nadie lo dude.
— ¿Qué tipo de avances?
—Lo siento, Ángels. No puedo dar más información sobre las líneas de investigación que seguimos. Espero que lo entienda.
— ¿Y qué nos puede decir de las cintas?
— ¿Cintas? ¿Qué sabe usted de eso? Eso es información reservada que estamos analizando y…
La inspectora apagó la radio.
—Es tarde, Jano. Debo marcharme, no puedo demorarlo más.
Introdujo la cinta en un sobre grande, con la dirección ya escrita a máquina. Cogió la placa, la pistola y el bolso. Salió a la calle, subió a su automóvil y se internó en la noche de la ciudad. Estuvo conduciendo, sin rumbo fijo, hasta que encontró un buzón de correos. Ya quedaban pocos. Aparcó. La calle estaba desierta.
Antes de introducir el sobre con la cinta comprobó la dirección del mismo: «Comisario Manuel Espinosa. Comisaría Central de la Policía Nacional». Solo cuando el sobre estuvo en el interior del buzón se permitió quitarse los guantes. Los tiró en una papelera.
Ya en el coche, sacó del bolso una manoseada foto de Sofía. La dio un beso y la guardó con mimo. Los pensamientos fluyeron bajo sus ojos, como peces bajo el hielo.
«¿Cuánto tiempo podré continuar así? ¿Acaso duele ahora menos?».
Abrió la guantera, cogió la libreta y tachó otro nombre de la lista.