La luna en la nevera
OSCAR FERNANDO CASTILLO MARTINEZ | KRISTOFF AIDA

El asesino acaba de perpetrar el crimen; sus ojos se retuercen, desorbitados, observando el cuerpo de su víctima. Sobreexcitado y temblando, mira su mano, que sostiene un revólver. La escena que contempla le parece tan fascinante que intenta describirla en un pedazo de papel:

“Vodka frío en el pecho,
regado en la alfombra;
vasos rotos y cubos de hielo
en las sábanas: futuras lagunas.
Alterar la geografía, vicio encantador:
jugar a ser Dios…
Desde el suelo, tus ojos multiplicados
que miran perdidos al cielo…”

Las sirenas de las patrullas policiales empiezan a oírse, acechantes. El asesino se asoma por la ventana: aún no puede ver las luces rojas y azules, pero las oye cada vez más cerca; la luna se ha escondido por completo en medio del cielo negruzco y opaco.

“Ocultamos la luna en la nevera,
donde los detectives no podrán verla;
se nos escurre lenta la sangre,
y ellos llaman a la puerta diciendo:
“¡Policía, vamos a entrar!”
No hay nada que podamos hacer,
si ya estamos tiesos, no hay escapatoria.
Y no hay nada que ellos puedan hacer,
porque no hallarán la luna esta noche
en ningún lugar”

Con un Magnum calibre 22, el asesino se ha volado la garganta. Los detectives ingresan al hediondo recinto sin esperar encontrar dos muertos en lugar de uno. Los moteles baratos nunca les han dado buena espina. Uno de ellos encuentra la nota, la lee. Se la acerca al otro. Después de leerla acariciándose el bigote, el segundo detective camina hasta la nevera, abre la puerta: la luna no está ahí. El primer detective camina hacia la ventana de la habitación, mira al cielo, buscando la luna, pero su rostro se ve envuelto en la oscuridad absoluta. Se vuelve y cruza miradas con su compañero. El del bigote se prende un cigarrillo: “¡Malditos poetas!”, masculla.