[Villafrío, Todos los Santos, 2024].
Las campanas doblaban lastimeras cuando llegué a la «Antigua casa del médico». De adobe, como todas, pero, con balcón de forja. En su puerta, Fidela me estaba esperando con dos tazas de caldo humeante.
Dentro, cortinas con pompones, cuatro cirios encendidos, flores de casa y sillas variopintas arropan el «único ataúd posible, con estas prisas». Y, sobre él, una foto del difunto, con su pajarita para los estrenos de El Liceu, dedicada a su querida amiga.
Ni a ella ni a esta periodista jubilada nos cuadraba lo del crimen pasional. Mi tío Josefino, octogenario, no tuvo «líos de “pantalones”» desde que enviudara. O, ella lo sabría. Cada año, cuando nuestra legión familiar, maletas más flores, invadía la casona que mis abuelos le vendieron, él llevaba ya días instalado.
–El pueblo está conmocionado –confirman, enrojecidos, sus ojos saltones–. Vuelvo de comprar su vino favorito y me lo encuentro ¡así! –señalaba, como si yo lo pudiera ver–, cosido a puñaladas y con un cuchillo, que me trajo de Andorra, clavado en la mano derecha.
Mi prima Casta casi nos atropella con su caja de naranjas de la huerta paterna –«me arañé, recogiéndolas»–. Dice estar «reventada» de tanta carretera. Y nos amenaza con cerrar la puerta con nosotras fuera si no entramos. Lo cierto es que hace un frío que «espanta hasta a los muertos».
–¿Qué tal estos días de excursión por los palomares de Villafrío, señorita? –le interpeló un vecino.
–Se confunde, señor –zanjó ella.
Llegábamos a la cocina, Fide y yo, cuando recibí el guasap –siempre, telegráfico– de mi amigo forense: «El cuerpo presenta nueve heridas causadas por el cuchillo custodiado. La primera le mató. Tanto el ADN de un cabello como el encontrado bajo una de sus uñas, coinciden. Pero no, con vuestro perfil familiar. Durante el registro, no apareció su teléfono».
Tiempo al tiempo.
Pasado el mes, volvemos a reunirnos. Esta vez, alrededor de una mesa de ébano y oro rosa. Todos, menos ella. El notario no la convocó. Como sobrina favorita y cómplice en sus «chanchullos» inmobiliarios, la creíamos heredera única…
Josefino testó allí, en octubre. El documento recoge, literalmente, su gran decepción por un mensaje de voz que recibió por error. En él, Casta se burlaba de su promesa de «acogerle» en su chalet de La Manga. Ella no se había casado para no cargar con nadie y, menos, con un anciano al que no consideraba familia.
La prima acertó de pura casualidad. Porque, hasta ese día en la notaría, su madre nos había ocultado a todos –ella, incluida–, que era adoptada.
En aquel cruce entre contactos de agenda, la temblorosa mano del anciano resultó más rápida descargando el audio que la suya, borrándolo. Demasiado tarde para ambos. Aunque, Casta intentó arreglarlo…
Del notario, Fidela y yo fuimos directas a comisaría.
Mientras, Casta pelaba una naranja sanguina, sin dejar rastro de su parte blanca. Lo hacía, en un apartahotel de Túnez, con su nueva navajita, recuerdo de Villafrío.