LA MALDICIÓN
Joan Lluís Santamaria i Solbes | Joan Alemany

Las luces de los rotativos bañaban el callejón con un velo de irrealidad. Respiré hondo aún en el quicio de la puerta y el frío aire de la noche silbó sobre la escarcha de mi alma. Subí las solapas de mi abrigo y me escabullí por debajo de la cinta policial, esquivando la multitud de curiosos que se agolpaban frente al portal. Necesitaba alejarme cuanto antes de aquel escenario infernal.

Entré al piso sin encender las luces. Los neones de la calle inundaban el salón a través de la ventana y me guiaron hasta el mueble bar. Di las gracias por aquella botella olvidada, llené el vaso hasta los bordes y me lo bebí de un trago. Fue inútil. No conseguí romper el sucio hielo que me atenazaba el pecho y tuve que secar una triste y solitaria lágrima que buscaba, como yo, alguna salida a la pena.

Las estrellas se apagaron y un diablo se encendió en el luminoso del antro sobre el que vivo. Cuando volví a llenar el vaso, el fondo amarillo del licor se tornó rojo por unos segundos y las imágenes de la noche aparecieron vívidas ante mis ojos. Un asco profundo me asaltó por sorpresa, provocando unas intensas arcadas que acabaron con mi estómago colándose por el retrete.

Tuve que recordarme por qué amaba mi trabajo y pensé en la cara de ese maldito maltratador cuando lo entregué a los polis. Ni su mujer ni su hija podrían ya sentirse a salvo pero me aseguraría de que él tampoco volviera a ver la luz del sol. Como con una píldora, me ayudé del último vaso de licor para tragarme la maldición del detective: para hacer bien mi trabajo, alguien tenía que morir primero y nunca era el malo de la peli.

Me tumbé en el sofá a esperar un nuevo día. Tenía facturas por pagar y siempre habría otro maldito asesino de mujeres por cazar.