LA MANO DE FATIMA
La llamada me sobresaltó y dio al traste con la cabezadita o siestecilla que solía echar después de comer. Si llamaban de la Central preveía que la tarde iba a complicarse. Me restregué los ojos y levanté la antena para contestar, como siempre con un monosílabo. Había vuelto a suceder, otro asesinato con el mismo “modus operandi” que los anteriores. Se confirmaba el hecho de que estábamos ante un criminal en serie. Fui volando al lugar de los hechos. A lo lejos me pareció una mancha en la pared lo que era el cuerpo aplastado de la nueva víctima. El rojo de la sangre mezclado con el resto incalificable del cuerpo componía una especie de obra de arte abstracta. Apenas se identificaba alguna de las extremidades, separadas del cuerpo y pegadas en el estuco, tal había sido la fuerza del arma homicida. Igual que en los casos anteriores, parecía que una apisonadora hubiera recorrido la pared dejando su rastro de muerte. La científica recopilaba datos, muestras y cualquier huella que pudiera aportar alguna pista, encontrar la punta de algún hilo del que tirar. Trabajo inmenso para un equipo que había sufrido recorte tras recorte presupuestario y trabajaba con más pundonor que medios. Aún eran visibles restos de las anteriores víctimas en la pared que los equipos forenses no habían sido capaces de despegar. Recordé que en mi infancia había oído historias parecidas a lo que estaba viendo en la actualidad. Mis abuelos, durante las comidas familiares nos contaban las matanzas que se producían en las paredes, criaturas aplastadas, gaseadas, cazadas al azar sin piedad. Crímenes siempre impunes que tomábamos como historias de viejos que pretendían asustar a los pequeños. Y sin embargo, ahora era el responsable de averiguar qué había detrás de estos crímenes quién o quienes podían ser tan despiadados y sobre todo, qué tipo de arma asesina habían utilizado. Pobre gente, que destino tan cruel.
Cansada, tras una dura jornada de trabajo limpiando casas, Elvira llegaba a la última de aquel día. Gracias al patinete eléctrico, en vez de tres, le daba tiempo de hacer cinco, pues se ahorraba la espera en las paradas de autobús, aunque no dejaba de sentir el miedo al deslizarse a dos ruedas entre el intenso tráfico de la ciudad. Los dueños de aquella última casa trabajaban en turno de tarde y Elvira entraba con la llave que en confianza le habían dado. Esa confianza le hacía sentir bien y liviano ese último trabajo del día. Lo que no le gustaba tanto era la afición que tenían a utilizar el matamoscas en forma de mano de Fátima que dejaba las paredes de estuco blanco hechas una porquería.