La marca
Carlos Acinas Rodríguez | George Caplan

No recordaba gran cosa de la noche anterior, salvo el luminoso de la discoteca y el empujón del portero al echarme del local.
Me levanté tarde, resacoso, con la lengua seca y un intenso picor en la espalda, como si hubiese dormido sobre una tira de velcro. Renqueante, fui al baño a confirmar mi deplorable aspecto. No alcanzaba a verme la espalda, de modo que ideé una suerte de juego de espejos para conseguir el reflejo de mi envés. Cuando observé por primera vez la mancha, no supe cómo reaccionar, si asustarme, si creer que era un chicle o si ir a urgencias de inmediato; a cada minuto que pasaba era más urticante. Me restregué la espalda con un cepillo, pero la irritación solo empeoró.
Al principio, la marca me pareció informe, como si me hubieran llevado a las tantas de la mañana a un tatuador borracho que hubiera desistido al poco de empezar el tatuaje. Sin embargo, tras mirarla largo rato, comenzó a cambiar lentamente, a retorcerse hasta convertirse en dos cuernos de cabra perfectamente definidos, con surcos que me penetraban la piel como una cicatriz.
Llamé a aquellos con quien recordaba haber estado la noche anterior. Ninguno tenía idea de qué había sido de mí a partir de las tres. Los días siguientes empeoró de aspecto, el picor era ya insoportable y los cuernos habían crecido, asemejándose a la cornamenta de una cabra anciana.
Pasé una semana encerrado en mi cuarto, retorciéndome entre las sábanas mientras buscaba neuróticamente en Internet cualquier relación con la marca. Por fin di con una imagen que me resultó familiar, la de un cuadro: «El Aquelarre» de Goya, de la Lázaro Galdiano. Los cuernos de aquel cabrón negro que se erguía sobre las patas traseras eran exactos a los de mi marca.
Me dirigí al museo a última hora de la tarde. Frente al lienzo, el picor desapareció de manera insólita. Escruté cada rincón de la escena inútilmente. Cuando anunciaron el cierre, me encontraba bajando frustrado el último tramo de escaleras. Entonces, me crucé con una pareja de ancianos que subía solemnemente, ya fuera del horario de visita. Una gota de sudor me atravesó la marca. Miré de reojo antes de bajar el último peldaño y observé aterrado cómo la anciana se rascaba entre los omoplatos. Esperé a que subiesen y los seguí. Allí estaban, frente a la siniestra pintura, en trance, como si escuchasen susurros del Cabrón.
Abandoné el museo. Al poco, ellos también salieron y subieron a un coche. Los seguí en taxi. El coche se detuvo en una calle de casas señoriales, la pareja de ancianos bajó del vehículo y desaparecieron tras una enorme puerta roja.
¿Qué tenía que perder? «Lo peor que puede pasar es que no me dejen entrar», pensé ingenuamente. Crucé la calle con paso decidido y me planté a un metro escaso del portero. Di las buenas noches y me presenté. Entonces, el hombre, inmenso, acució: «llega tarde, hace una hora que lo esperan».