La conocí en Cartagena de Indias hace seis años. Su nombre era una presencia fantasmal recorriendo cada rincón de la ciudad. Trabajé para ella un año antes de conocerla en persona por primera vez. Me sorprendió su baja estatura aunque su carácter la hacía crecer el doble. Su cabello negro y desordenado, como cuando sales del mar y se seca con la brisa caliente del sol. Sus cejas pobladas formando un puente entre ellas. Sus ojos negros y profundos, que se convirtieron en mi túnel sin salida. Sus labios pintados de rojo volcánico, llenos de peligro pero aún así debía probarlos. Llevaba un vestido de seda negro, camuflándose con su sombra.
Una madrugada llegó a mi apartamento de imprevisto, había soñado que preparaba una sangría pero nunca lograba beberla.
—Vamos a beber sangría —me ordenó—. Y no me digas que duermes temprano.
Otra madrugada compartida donde el tiempo se distorsiona con la niebla; me confesó su pasado. A sus quince años escapó de su casa quemando el rastro de su familia y sin dejar cenizas. Viajó a Cartagena pidiendo chances de coches, cambió su nombre enterrando una identidad que nunca pudo florecer. Frente al espejo repite devotamente el nombre que inventó: Mercedes Solano; aquella mujer que dice no mirar directamente a los ojos a menos que sea alguien a su altura, y sin embargo, alzó su mirada para verme a mí.
Hacen cinco meses sin rastro de ella. La mañana del primero de enero desperté enredado entre sus sábanas evidenciando la fuerte marea de la noche anterior. El olor vaporoso y húmedo de su piel fue reemplazado por el vacío. Ninguna nota, ni aviso. Se llevó su pasaporte y dinero; lo demás estaba intacto. Evito creer que escapó, a pesar de que sería lo que Mercedes haría. La posibilidad de un futuro se hizo tangible entre el silencio de nuestras miradas. Existía una intención de escape, pero juntos.
— Es como jugar a las escondidas —Corrió detrás de las cortinas y se escondió—. Tienes que venir a buscarme.
Esto no es un juego —repliqué.
Todo parecía normal dentro de nuestra caótica monotonía. Teníamos un plan; viajar a Brasil y dejarnos llevar por la carretera. No hubo advertencia sobre la posibilidad de un último beso. En marzo me informaron que la habían visto en una isla de Brasil. Hace unas semanas creí verla en las murallas de la ciudad. Sentí que me observaban desde la distancia y vislumbre una silueta similar a la de ella, pero se desvaneció entre la multitud, la música y la brisa de las olas.
Decidí no seguir buscando a alguien quien no quiere ser encontrada. A mí nunca me habían abandonado y por ella nadie se había quedado, supongo que los miedos nos ganaron. Se convirtió en la sombra que tanto quería ser. Hace una semana llegó una postal desde Brasil, era ella. Habías abortado. Difícil cerrar el caso, pero misterio resuelto; no me amabas y el culpable fui yo por creer en el amor.