La Metrópoli Congestionada
Alberto Fernández Castañeda | Alberto Castañeda

Gracias al olor que entraba por las rejas de la ventana supe que había despertado al sur de la ciudad. Mis últimos recuerdos eran ásperos. El presente silencio ensordecedor me ayudaba a reflexionar quién de todos los rufianes de la taberna podía ser mi captor. Ya no hago nada por casualidad: ayer se jugó uno de los partidos más importantes del ciclo asegurando el circo de los corruptos de esta urbe. En Barcial solo sobrevive el qué más lento camina y yo parecía haber tropezado. Sé que son muchos los enemigos desde que no creía en la justicia institucional y mi secreto era ya un rumor. Aun así, ya no me podía detener, se lo debo a mi hermano, o al menos a su recuerdo.
Un lejano grito proveniente de la habitación contigua penetró en mi cabeza devolviéndome a ese suelo gris. Me alegró oír el roto quejido del joven Alfredo anunciando así que aún seguía a mi lado. Hice los deberes contestando desde lo más profundo de mi voz con esperanza en que las gruesas paredes estuvieran también de mi parte. El segundo reclamo de mi compañero pareció haber templado su desesperación. El sincero silencio se adueñó otra vez de la estancia confirmando mi teoría.
Intenté levantarme, pero me fallaron las piernas. Todavía seguía conmocionado. Hasta ahora mi dolor físico había pasado desapercibido por la agresión intelectual sufrida. El intercambio de información solo sería un acto rutinario más, prácticamente sin peligro real, sin embargo, me encontraba más jodido que nunca.
La garganta de Alfredo volvió a inundar mi celda. Ahora su aire rechinaba en cada rincón y cada rincón devolvía un pequeño eco amargo reencontrándose con su parte más animal. Con un seco disparo volvió la normalidad. Antes de poder si quiera reaccionar, la penumbra desapareció con el sonido de la puerta. Dos difusas figuras se acercaban sin prisa aparente. Me negaba a aceptar que este fuese el final de mi teatrillo y ahora más que nunca necesitaba de mis dotes persuasivos para negociar por mis sucios conocimientos. La luz golpeó la tez a un hombre de aspecto rudo y anónimo en lo que a mi respecta. Al segundo lo reconocí por su agrietada voz. ¿Había sido un estúpido por confiar casi ciegamente en el jefe de operaciones de esta infiltración?