La mirada serena
Gerardo Vazquez Martin | Lázaro sotobosque

Takeda Kambei paso la mano por su cabello canoso recogido y musitó una plegaria. Sentado en seiza, contemplaba inmóvil a las personas que los guardias custodiaban. Su mirada serena se detuvo en la que se encontraba al centro. Una mujer, cuyo voluptuoso cuerpo femenino envolvía un kimono de seda azul celeste, yacía arrodillada ocultando sus lágrimas tras los mechones de pelo oscuro que cubrían su rostro. A su izquierda, se encontraba un joven de aspecto digno, vestido con caros ropajes delatores de su noble condición, que no había perdido su mueca altiva y desafiante incluso tras ser despojado de la espada corta que solía llevar prendida a la cintura. Por último, un harapiento matrimonio permanecía abrazado a una niña de unos diez años, con la mirada hundida en el suelo. La respiración acelerada y la férrea presa que ejercían sobre la pequeña, gritaban a Kambei el intenso miedo que sentían.

“Una concubina, un heredero despechado y unos siervos, cualquiera de ellos tuvo motivo y oportunidad para hacerlo” reflexionó Kambei. Como maestro de armas del Daimio Shinghen, le correspondía encontrar al culpable de la puñalada traicionera que había segado la vida de su señor tras bañarse en su Onsen. Debía encontrar al asesino, hacer justicia y, en caso de no ser capaz de ello, limpiar su vergüenza uniéndose a su señor cometiendo Seppuku.

“El heredero fue reprendido por sus intrigas contra su propio padre y es público que la concubina había sido repudiada por el daimio y acabaría como simple cortesana. En cuanto a los siervos,encontraron el cadáver del señor tras ser atendido en el baño por el cabeza de familia” Kambei se sentía atrapado en un laberinto de oscuridad.

“Lo más fácil sería culpar a la concubina”, vaciló por un instante, pero una intensa indignación hacia si mismo recorrió su corazón ante la sola idea de recurrir a la cobardía de mentir para salvar su propia vida.

Kambei se sorprendió turbado por su miedo y su pensamiento tumultuoso. Con una inspiración profunda, recordó sus muchas batallas y duelos a muerte, donde la serenidad había guiado su espada hacia la victoria. “No es más que otro combate, serénate, concéntrate, se observador y lanza tu estocada” se dijo mientras expiraba.

El anciano samurái se encontraba inmóvil, con su mirada perdida en el infinito, cuando súbitamente gritó “DAIMIO SHINGHEN” con una voz atronadora, sin descomponer su actitud impasible.

Tan pronto Kambei observó la reacción de los prisioneros, supo que los rumores eran ciertos. La pequeña niña había mojado sus pantalones al escuchar el nombre, pero los labios fruncidos y la ira protectora en los otrora cobardes ojos del sirviente, le confirmaron que las habladurías sobre la lascivia del daimio hacia las hijas menores de sus sirvientes eran ciertas.
Clavando su mirada en los ojos del sirviente, Kambei se dirigió a los guardias. “Soltad a los prisioneros” dijo con autoridad. “Nuestro señor cometió Seppuku y terminó su vida de propia mano, quien no acepte esta verdad, se opone al maestro de armas del clan Takeda”.